Thursday, December 18, 2008

Sir Vilson, el Incompleto


No soy fan de la anestesia general. De las seis ocasiones en que he sido anestesiado, en tres he despertado con mi anatomía disminuida, en una tuve una penosa recuperación de quince días, y en las otras dos, fui abusado con cámaras de video por sendos extremos de mi aparato digestivo [1] (No al mismo tiempo, téngase en cuenta, que yo sepa nadie podría someterse a una endoscopia y una colonoscopia simultáneas, salvo, tal vez, Ilona Staller).

En aras de mantener este blog estrictamente PG-13, pienso discutir solamente las partes que incluyan mutilaciones sangrientas, eludiendo las más evidentes alusiones sexuales.

La primera intervención a la que me sometí fue la varicocelectomía izquierda. Varicocele, o venas varicosas testiculares, son venitas que se hinchan alrededor del testículo, envolviéndolo en un capullo. Por más cómodo y cariñoso que eso suene, es realmente maluco, ya que ese colchón venoso sube la temperatura del escroto, y puede fastidiar la capacidad de los testículos para producir espermatozoides. Y todos sabemos que la función secundaria de los testículos es producir espermatozoides. (La principal es ser pateados por los cochinos malvivientes en las peleas colegiales lo que, a su vez, produce varicocele.)

No sé qué clase de muchachitos asistían al jardín de infantes conmigo, pero yo tuve varicocele desde que tengo memoria. Hasta tal punto que solamente decidí tomar acción al respecto cuando me enteré de los nocivos efectos del Calentamiento Hueval, que acabo de describir. El doctor que finalmente ordenó la cirugía me explicó que los varicoceles se clasificaban por grados según su severidad. El mío, un amasijo de venas que envolvía totalmente el testículo izquierdo y era posiblemente más voluminoso que éste, alcanzó a calificar para grado 3, que es el máximo.

–¿Y usted nunca se dio cuenta que tenía algo ahí?–me preguntó severamente al concluir el examen.

En aquella época, incluso más que ahora, era importante para mí dar una respuesta ingeniosa, aún a costa de mí mismo:

–Pues la verdad, doctor, yo pensaba que sencillamente era medio huevón.

Esa primera intervención salió bastante bien, pese a ser una flagrante violación al principio pitagórico de “mantener las cosas afiladas lo más lejos posible de las pelotas”. Es más, entiendo que a gente más valiente que yo, suelen hacérsela con anestesia local. Pero yo no le halé a eso. Estar despierto mientras a uno le tasajean sus genitales es bastante malo pero, ¿escuchar los comentarios, o peor, la risa burlona de alguna enfermera? Eso puede causar traumas irreparables.

Al final, la intervención fue ambulatoria, y al cabo de uno o dos días de descanso, estaba caminando normalmente. Bueno, quizá con un leve aire a John Wayne por un par de semanas, pero no más.

La segunda vez que fui generalmente anestesiado, fue para reparar los daños que El Fibra había hecho a mi tabique nasal diez años atrás [2]. ¿Por qué tardé diez años en arreglarme el tabique? En mi familia, la medicina era un producto de lujo. Uno iba al médico cuando estaba enfermo y, si podía caminar, evidentemente no estaba enfermo. Esta ética me acompañó durante toda la universidad y sólo cuando empecé a trabajar me enteré que los dermatólogos podían curar dolencias como el acné y la caspa, y no solamente la lepra.

Esta fue, de lejos, la peor recuperación. Estuve tres días hospitalizado, y tuve un par de descomunales placas de plástico metidas en la nariz por dos semanas. Los cornetes me dolieron por una semana entera. Los puntos internos de la nariz tardaron más de un mes en cerrase, y durante ese tiempo el aire que respiraba estaba enriquecido con coágulos microscópicos [3].
En fin, en esa época comencé a sentir una enorme admiración por el estoicismo con que las mujeres soportan los más brutales procedimientos sólo en nombre de la estética [4].

La tercera vez, perdí mi vesícula biliar. Esta es la intervención que más me molesta porque creo que habría podido evitarse con relativa facilidad. La dolencia que resultó en esa operación empezó más o menos tres años antes, cuando tuve que ir a urgencias por un terrible dolor abdominal. En Urgencias de la Clinica Santa Fé me atendió uno de esos estudiantes de medicina que a duras penas se merecen que llamen “doctor”.

–Ese dolor puede ser el apéndice. O puede ser el hígado. Aunque no descarto el páncreas, ni…–y a continuación, procedió a hacer una lista extensa de mis asaduras, de la que la vesícula biliar se hallaba conspicuamente ausente. Yo, que en esa época no le pedía una segunda opinión a Wikipedia, estaba pendiente de sus palabras.

Al final, el hideputa diagnosticó “gastritis”, de modo que a partir de ese momento, las dos o tres veces que resulté en Urgencias por el dolor, su fatídico diagnóstico inicial [5] sesgaba a los que me atendían, así que nunca buscaron nada más. Solamente la última vez, ante el dolor tan intenso que aparentemente no se ajustaba a la sintomatología de la gastritis, al residente de turno se le ocurrió pedir una ecografía y descubrió que mi vesícula biliar tenía la forma y tamaño de una bola de voleyball. Entonces, sabiendo que esa es una enfermedad dolorosa, el doctor finalmente se convenció de que mis quejas eran sinceras (increíble que una simple ecografía haya sido más convincente que dos horas de súplicas y lágrimas ininterrumpidas), y me prescribió morfina.

Es la única vez que me han inyectado morfina. Y debo de decir que ¡vaya!... Por un tiempo estuve pensando en sembrar un jardincito de amapolas en unas macetitas del apartamento, ¡Qué droga tan dura!... Recuerdo claramente la sensación: apenas desocuparon la jeringa dentro de mi suero intravenoso, sentí adormecerse absolutamente todo mi cuerpo. Excepto la vesícula, que siguió doliendo endiabladamente. Me dormí pensando “Esto no puede ser…”.

Aparentemente el órgano de marras estaba ya más allá de toda salvación, porque medio me reanimaron para que firmara un formato de consentimiento médico [6], y la siguiente vez que me desperté, ya no tenía vesícula.

La última anestesia, hasta ahora, la recibí hace ocho días, aquí en Canadá, por una apendicitis. Hacerle justicia al cuento haría esta entrada insoportablemente larga, así que, esta historia continuará.




[1] Tengo una pequeña apuesta con mi esposa. Ella dice que esa frase es innecesariamente confusa, y que nadie va a entender lo que quise decir. Yo opino que un lector habitual de mi blog estará acostumbrado a mi estilo, por un lado, y no tendrá problema en saber que la frase anterior es sinónimo de “fui abusado con una cámara de video por cada uno de los extremos de mi aparato digestivo, a saber la boca y el ano”. Si quieren, ayúdenme a definirla en los comentarios.
[2] Les debo esa historia.
[3] O al menos eso me imagino.
[4] Dicha admiración aumentó gradualmente después del parto de mi esposa, pero se multiplicó muchas veces cuando me depilé la espalda con cera.
[5] Que yo, estúpidamente, les informaba cada vez.
[6] Que los autorizaba, en esencia, para hacer con mis tripas lo que les viniera en gana.

Friday, December 05, 2008

Ni Fueron Felices, Ni Comieron Perdices


"Su problema" me dijo severamente el profesor, luego de estudiar por un rato más de una docena de cuentos, párrafos, ensayos y otros escritos que yo había empezado como asignaciones para mi curso de guión, y que se hallaban en diversos grados de completitud, "es que usted tiene problemas terminando sus escritos". O mejor dicho, eso me escribió, ya que el curso de guión en el que me encuentro inscrito es en línea, dictado por la Sociedad Argentina de Escritores, y mis asignaciones no se encontraban amontonadas en cuadernillos o páginas sueltas, sino que se trataba de correos electrónicos sin orden aparente en su Inbox. O mejor dicho, eso me habría escrito de haberle yo enviado todas aquellas tareas que empecé y dejé a medias, pues en realidad sólo iba enviando los ejercicios a medida que los concluía. Las notas sobre lo que envié si eran buenas, pero promediando la cantidad de ejercicios que no hice llegar, creo que la calificación global será "Deficiente".

Pero eso es algo que no necesito que nadie me diga. Mi mayor problema siempre ha sido concluir los relatos. De hecho, si no tenemos en cuenta aquello que he escrito como tarea para este y otros cursos de escritura, solamente he terminado aquellos en los que pensé el primero el final. Salvo dos excepciones: aquel cuento que escribí como secuela de "El Señor de las Serpientes" (que hasta el momento, creo, puede considerarse como mi mejor obra terminada), en el que no tuve idea del final hasta que lo escribí, y uno cuyo final aún tengo en la cabeza pero que dejé de escribir cuando extravié al menos treinta páginas del principio [1].

El hecho de que mi trabajo (mi trabajo real, por aquel que me pagan) no sea precisamente la escritura no me facilita las cosas, por supuesto. Como tampoco lo hace el ser incapaz de urdir o contar historias cortas [2]. Combinar esos factores con mi dificultad para los finales genera una situación en que gran parte de mis escritos languidece por semanas, meses y años (creo que algunos ya tienen la década) hasta que se marchitan [3].

Ahora que lo pienso, creo la longitud de mis escritos y mis problemas con los finales pueden compartir causas: mi tendencia a la divagación [4], mi búsqueda constante por la originalidad [5], mi predilección por las ideas complejas y, sobre todo, mi narcisismo. Se dice que Ernest Hemingway ganó una vez una apuesta (o un concurso, eso no está claro porque, por interesante que sea, se trata de una leyenda urbana) por escribir una historia en seis palabras: "En venta. Zapatos de bebé. Sin usar" [6] El truco está, por supuesto, en hacer que el lector sea quien invente la historia que más resuene con él. Las interpretaciones oscilan desde lo más trágico (la obvia siendo la de una llorosa madre vendiendo los zapatos de su hijo muerto como su propia manera de enfrentar el duelo) hasta lo ligero (el padre distraído que compró docenas y docenas de zapatos para su hijo, sólo para darse cuenta que todos le quedaban pequeños). Uno puede argumentar que en ese caso la historia que cada lector imagine será la mejor [7]. Sin embargo, a mí siempre me asaltará la duda: ¿no será que la historia que pensó el autor? Después de todo, él era Hemingway, y yo no. De igual manera, no confío en que un lector vaya a concebir ideas tan sofisticadas, historias tan interesantes y personajes tan multidimensionales como los míos.

Yo sinceramente esperaba que mi curso de guión me iba a ayudar con el tema de los finales. Sin embargo, aunque no lo aceptaba en voz alta, sabía que no iba a existir una varita mágica que me ayudara con ellos de la noche a la mañana. Práctica, práctica, práctica. Ese iba a ser el secreto. Y, ¿qué pasó? Que muchos de los ejercicios, de hechos lo más interesantes, eran aquellos donde el objetivo era escribir una escena que no requería principio ni final. Así que, si bien el número de obras terminadas aumentó, el de las inconclusas también lo hizo, posiblemente en mayor proporción.

Claro que podría echarle la culpa a la vida. Escribir sobre aquello que se conoce, es una de las más básicas máximas sobre el oficio de escritor. Además de un montón de datos inútiles e incomprobables [8], y mi vida, no sé mucho de ningún tema interesante para el parroquiano promedio sobre el que no se haya escrito hasta la saciedad, así que es de esperar que mis escritos la remeden.

Y mi vida, me atrevería a decir que la vida, no es grande en el tema de los finales, tampoco. En general los conflictos no se resuelven, los cabos quedan sueltos, personajes antiguos regresan, los misterios no se explican. Alguien que trabaja toda su vida para alcanzar una meta lo hace y, ¡bam!, encuentra que detrás de esa vienen muchas más: el graduado con honores debe empezar a competir en el mercado laboral, el recién nombrado gerente se encuentra por primera vez con el caótico mundo ejecutivo… Ni siquiera la muerte es un final efectivo. Generalmente no resuelve ninguno de los conflictos, sino que los origina, como en el caso de los interminables juicios de sucesión. Y en los pocos casos en los que lo hace, es de una manera tan abrupta e insatisfactoria que uno se queda con un saborcillo de Deus Est Machina. No debe causar sorpresa, entonces, que mis propios personajes deambulen sin rumbo por páginas y páginas, acercándose imperceptiblemente a su destino.

Es de esperarse, por supuesto, que a fuerza de práctica y conocimiento de la vida, eventualmente llegaré a ser experto en finalizar lo que escribo. Pero, sobre todo por esto último, me temo que para cuando lo haga será un poco tarde.




[1] Claro está que ello ocurrió hace mucho tiempo, cuando todavía escribía a mano en cuadernos cuadriculados para aprovechar mejor cada página, más de dos décadas antes de mi actual paranoia de tres backups distintos.
[2] Una de las obras en que estoy trabajando, en la que llevo escritas unas sesenta páginas que estimo corresponden al 25% del total, surprise surprise, la empecé tratando de participar en el concurso de las mil palabras de El Malpensante. Y, honestamente, pensé que podría escribir el cuento en una página
[3] Por si les interesa saber, inicialmente veo los personajes como gente de carne y hueso. Al cabo de un tiempo se convierten en modelos de animación 3D. Luego paso a verlos como figuras de Anime. Cuando, continuando con la progresión, empiezo a verlos como personajes de South Park o, peor, el Dr. Katz, generalmente abandono
[4] A veces creo que las notas de pie de página se inventaron expresamente para mi uso personal
[5] Que no por infructuosa deja de ser obsesiva.
[6] For sale, baby shoes, never worn. Seis palabras en ingles, si usted es de aquellos compulsivos que las contó.
[7] Un hecho bien sabido, a fuerza de repetirlo, es que las mejores películas de terror son aquellas que no nos muestran el monstruo. Pero por mucho que esto sea un lugar común, no deja también de ser cierto. Para comprobarlo, basta ver Tesis y compararla con 8 MM.
[8] Pero sobre todo muy difíciles de incorporar naturalidad en un escrito, como el hecho de que el onomatopeya chino para el graznido de un pato no es “cuac” ni “qwack” sino “awk””

Sunday, September 28, 2008

Síndrome de Ulises 5: Sir Vilson Contra la Rutina. Primera parte.

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De la manera en que un Colombiano recién llegado pasa sus días de semana
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Saludos desde Calgary



Vivo en Airdrie. Airdrie es una pequeña ciudad [1], como a 30 km al norte de Calgary. Es como Chía, si a Chía se le quitan Andrés Carne de Res, El Humero, Centro Chía, el Castillo Marroquín, las fábricas de muebles, la sede de la Universidad de la Sabana y, en fin, cualquier cosa que haga que una visita a chía valga la pena. Ah, y como 150,000 habitantes, porque aquí sólo somos unos 35,000. Por otro lado, los barrios son bonitos, el tráfico es excelente (aquí, cuando uno dice "una chorrera de carros", se refiere a más de cinco), y los vecinos, rednecks o no, son amigables y amables.

Creo que la principal razón por la que escogimos vivir en Airdire fue la psicorigidez de Bibi y mía. Nuestro plan, si nos quedábamos en Colombia, era irnos a vivir a Chía o La Calera. Así que cuando nos vinimos para Alberta, pues por supuesto que buscamos un pueblo al norte de la ciudad. Uno no deja que los planes establecidos se vean afectados por cosas tan circunstanciales como las circunstancias. Por suerte, una vez establecidos aquí, vimos que encontramos las mismas ventajas que buscábamos en los suburbios Bogotanos (aire más limpio. mejor ambiente para los niños, arriendos ligeramente más baratos [2] y mejor tráfico), pero además nos encontramos con otra cantidad de detalles, el principal un grupo de colombianos buena gente, que nos ha facilitado la vida.

Pese a que la mayor parte de los habitantes de Airdrie trabaja en Calgary, dado que la sociedad Canadiense está tan basada en el automóvil como la Estadounidense, el transporte intermunicipal no está tan inventado como uno querría. Así que para llegar a mi trabajo en la mañana me toca irme en uno de los seis buses que sale de Airdrie a Calgary (son seis rutas de bus, con un bus por ruta), que me recoge a las 6:10 AM. Por suerte, este bus tiene el paradero en mi misma cuadra, factor que ha sido decisivo a la hora de decidir no comprar un segundo automóvil. Al menos tan decisivo como el hecho de no tener plata para comprar un segundo automóvil.

El bus me deja entre 7:00 AM y 7:15 AM frente a un edificio en el centro llamado Bow Valley Square [3]. Por ese edificio puedo entrar al Plus 15 (descrito superficialmente en otra entrada), por el que llego a mi trabajo. De vuelta, el bus sale a las 4:30 PM de un paradero que queda en EnCana Place, que queda más o menos a ocho cuadras de mi empleo actual, de modo que para devolverme en él tendría que salir de mi oficina a las 4:15 y dirigirme al paradero a un paso decente.

Quizá recordarán que el primer trabajo que conseguí en Calgary fue como trabajador temporal. Estos "gigs" nunca eran en el Centro, sino que eran en compañías medianas y pequeñas con oficinas en el Noreste y el Sureste. En esa época, en la que por supuesto aún había nieve, yo entraba al Plus 15 para dirigirme a la estación del CTrain [4], y de allí tomar el CTrain, y luego irme en bus urbano (que por el contrario parece tener un buen cubrimiento en la ciudad). En esas épocas, entrar al Plus 15 era para mí el preámbulo de un viaje mucho más largo e incómodo, y ver a alguien cargando su vasito de café Starbucks o Second Cup me producía algo de envidia, porque ellos claramente iban ya a llegar a su oficina. Aún hoy, y creo que el tema va a durar bastante tiempo porque el invierno le pondrá pilas a la sensación, es muy placentero para mí entrar en el Plus 15 y ser uno más de aquellos trabajadores que se dirigen con paso resuelto a su oficina. (Sin la taza de Starbucks, ni huevón que fuera pagaría 6 dólares por un café, por más aromático y justamente comerciado que sea).

Quizá valga la pena en este momento, en particular porque no creo que el tema tendrá una mejor oportunidad de presentarse más adelante, hablar un poco del transporte público Calgarense. Se basa principalmente en el CTrain, que tiene rutas que se extienden entre tres estaciones: Dalhousie en el Noroeste, McKnight en el Noreste y Somerset en el sur. Si usted está familiarizado con la geografía local, se dará cuenta que esas estaciones no quedan precisamente en las afueras de la ciudad, y deducirá que el cubrimiento por tren es bien pobre. Los C-Train son trenes de tres vagones, algo viejos aunque en decente estado. Uno puede comprar un tiquete por viaje a $2,50, una tiquetera de 10 por $21, o un pase de transporte por $75. El soporte real del sistema de transporte en Calgary son los buses públicos. Es una flotilla de buses algo más pequeños que un Transmilenio. Ahora, lo interesante es que tiene un sistema de tiquete único (como el que escuché que estaban pensando en implementar en Bogotá), así que un tiquete es válido por hora y media para uno en cualquier ruta de bus o C-Train. En un par de ocasiones he podido comprar un tiquete, subirme en el C-Train, hacer el cambio a una ruta de bus, caminar hasta mi destino, hacer la vuelta, y devolverme... ¡Todo con un sólo tiquete!

En el pasado había montado en metro, así que la experiencia del C-Train no me fue del todo extraña, pero jamás en la vida había utilizado buses así de ordenados... Ni siquiera los thermoking Bogotá - Cartagena, porque a esos toca promediarles el mierdero de los terminales de transporte. La primera vez, mi amigo Raúl me explicó el proceso en tres frases sencillas y claras, pero tan opuestas al paradigma de treinta y tantos años de transporte público bogotano que mi pobre cerebro fue incapaz de compilar. Sin embargo, no tuve el valor de confesarlo, y me fui hasta el paradero señalado. Cuando el bus se detuvo, yo ya tenía la plata lista, porque si uno no ha comprado los tiquetes le permiten pagar en efectivo, lo que de hecho hizo que la experiencia tuviera algo de común con la colombiana. Sólo hasta después de sentarme en una silla limpia, sin rasgones, sin siquiera unos genitales dibujados, me dí cuenta que me faltaba una pieza vital de información: ¿Cómo se decía "¿Me va a llevar a la casa de su madre?" en inglés?

No fue necesario usarla, sin embargo. Si desaparece el factor de la guerra del centavo, el indicador de desempeño de los buses es un cumplimiento aproximado de los horarios, lo que elimina por completo la necesidad de manejar como bestias y frenar bruscamente. (Igual cierran a los carros más pequeños, lo que comprueba mi teoría de que esa parte sí es parte de la descripción de cargo) Lo que es más, en una ocasión que no tenía plata y en otras dos que sólo tenía un billete de diez dólares, me han dejado subir al bus sin cobrarme el tiquete. El pobre Sir Vilson, que en más de una ocasión fue bajado de buses porque le faltaba el diez por ciento del pasaje, se sentía en un universo paralelo.

En fin, suficiente sobre buses y trenes.

Trabajo en BP, en el departamento de compras, lo cual es una suerte. El mercado laboral aquí en Alberta, aunque dinámico, es competido. Como mi carrera en Colombia fue más o menos variada, era dífícil en mi hoja de vida poder justificar más de tres años de experiencia en alguna disciplina significativa: soporte técnico, consultoría de negocios, estrategias de adquisiciones, gerencia de proyectos, e-Business... y aunque sí mostraba cierta migración de la parte técnica a la parte del negocio, no era un recorrido tan claro. (De hecho mi perfil se ajusta al que aquí denominan Analista de Negocios, pero con ese apenas alcanzaba a justificar unos seis años). BP, en cambio, pudo tomar en cuenta diez años de experiencia (entre otras lo máximo que acreditan), porque era experiencia en... bueno, en BP.

Mi cargo es interesante, aunque quizá un poco sesgado a la parte técnica, y a mis casi cuarenta años he decidido darle un poco de dirección a mi carrera. Según entiendo, BP Canada no se caracteriza por ser la compañía que mejor paga en el mercado, pero el paquete de beneficios es bueno, y entré con cierto grado de "seniority". El equipo es, como casi todos en Canadá, deliciosamente multicultural: varios Canadienses de pura cepa, un Pakistaní, una Coreana (que acaba de salir de maternidad, por un año), mi jefa, que es Canadiense nacida inglesa, un Polaco, un Nigeriano y, ahora, un Colombiano.

Otra ventaja que tiene BP es el horario flexible. Uno debe trabajar nueve horas al día (en teoría nueve y media, porque el almuerzo no se cuenta, pero casi nadie se está más de las nueve), y tiene dos viernes libres al mes. Y además, coordinan esos viernes libres con las fiestas nacionales [5] para que en esas ocasiones uno tenga fin de semana de cuatro días.

Con el horario de nueve horas, yo teoría yo podría salir a las 4:15 PM y correr hasta el paradero, pero todavía tengo pegada la ética laboral colombiana y me da algo de vergüenza salir exactamente a la hora que corresponde. Por suerte, uno de mis amigos colombianos de Airdrie trabaja justamente en el mismo edificio, y nos devolvemos juntos. No es un carpool, porque yo nunca traigo el auto (En Airdrie, como en la mayor parte de ciudades norteamericanas, es casi imposible moverse sin automóvil), sino más bien un "hitchiking".

Ya está entrando el otoño, así que el atardecer va llegando cada vez más temprano (no sé si lo había contado en otro lado, pero casi nos enloquece el temita de la luz del día a las 11:00 PM), pero todavía llego con suficiente luz del día para jugar y marranear un rato con mis hijos. Eso tiene todas las ventajas y satisfacciones de la paternidad responsable, pero adicionalmente me permite relevar a la pobre Bibilis, que para entonces está exhausta.

Ella terminó su curso de inglés gratuito, de hecho el último nivel que lo es porque sus calificaciones fueron demasiado altas. El perfeccionismo de Bibi hace que considere que necesite uno o dos niveles más, pese a que tiene un buen nivel, mucho mejor que el de mucha de la gente con que nos hemos cruzado, incluyendo un par de personas de la oficina de Ayuda al Inmigrante. Y por ello, quiere inscribirse en unos nuevos cursos de inglés en la ciudad de Airdrie. Claro que la verdad es que yo prefiero los cursos en Airdrie, así no sean gratuitos, a los que dictan en Calgary. El único horario conveniente para Bibi era Lunes y Miércoles de 6:00 a 9:00 PM en el Centro. Ese horario está, por supuesto, por fuera del cubrimiento de los Daycare o dayhomes disponibles y nosotros no nos sentíamos cómodos con el esquema del babysitting [6]. Es decir, que ese rol me correspondía por derecho y a las 9:15 PM yo estaba para botar a la caneca.

Una diferencia grande que nos encontramos entre Canadá y Colombia fue el enfoque sobre la ecuación preescolar. En primer lugar, aquí no existe ningún nivel antes de Kindergarten (en Colombia, recuerdo al menos Párvulos y Pre-Kinder). Solamente se puede escoger entre daycare o dayhome. Los daycare son guarderías, pero la mayor parte de las madres locales los llaman, con tono despectivo, “parqueaderos de niños” a cuenta de la limitada naturaleza del servicio que ofrecen: básicamente, que no se lancen del segundo piso o metan la lengua en los tomacorrientes (no me malinterpreten, yo considero esos servicios arduos y valiosos), nada como las actividades pedagógicas que son el pan de cada día en Bogotá. Los dayhome son como madres comunitarias, señoras que aprovechan que deben quedarse cuidando su niño para cuidar dos o tres muchachitos ajenos. De hecho debido a la impresionante escasez de cuidadores de niños, un porcentaje importante de mujeres profesionales, tras su primer hijo, se dedican a eso.

Gracias a la visita de mi suegra sobrevivimos, sobre todo Bibi porque la verdad he llegado a la conclusión que la oficina es la parte fácil, un larguísimo verano de Alejo en casa. Sin embargo, ya entró de nuevo a la escuela. El nivel académico colombiano le da tres vueltas al canadiense, y eso sumado a lo pilo que es ya lo tiene, de lejos, muy adelantado en su clase. Pero todavía no habla fluido el inglés, y eso lo estresa un poco. Y parece que es tan perfeccionista como Bibi o yo, porque se rehúsa a hablarle a los adultos en inglés. (Sospecho que porque está esperando a alcanzar el nivel que tiene en español, de ahí lo del perfeccionismo), aunque con los niños si intercambia ciertas frasecitas.

Sus obsesiones actuales son Indiana Jones [7], Star Wars, el Nintendo Wii y, en menor grado, Spider Man y el universo de Marvel Comics. Aunque monotemático a veces, es perfectamente capaz de mantener largas y articuladas discusiones con adultos sobre cualquiera de esos temas [8].

Juanpis continúa igual de onomatopéyico, al menos porcentualmente. Si bien ha incorporado una media docena de palabras a su lenguaje, también ha adoptado nuevos gruñidos e inflexiones. Bibi y Alejo logran identificar conjugaciones y tiempos gramaticales, pero yo continúo casi completamente perdido. Tan sólo reconozco la urgencia del modo imperativo, pero como todavía se me escapa la gran mayoría de los verbos, eso no le sirve de mucho al joven.

Juanpis tiene dos costumbres que ponen en riesgo su integridad física. Primero, aparentemente a su manual de usuario le faltaba el capítulo “Caminar”, así que más o menos dos días después de aprender a hacerlo decidió que ir corriendo a todos lados. Y una vez empieza sigue incrementando la velocidad hasta alcanzar el punto en que esta supera su capacidad de maniobra. Vigilarlo un rato es como ver una película de los tres chiflados: comienza a correr con velocidad cada vez mayor, hasta que se encuentra con algún obstáculo y ¡zas! Allá va a dar patas arriba al suelo.

La segunda es el modo pataleta: ante ciertas negativas se deja caer sentado al suelo , y luego de espaldas. Ya lo hace cuidadosamente, para que sea un gesto simbólico más que un golpe real, pero aparentemente no tiene claro eso de la densidad relativa de los materiales, y de vez en cuando se lanza sobre el suelo de cemento con la intensidad requerida para suelo de pasto.

Voy a interrumpir aquí porque, si bien aún tengo cosas que contar, he visto que mis entradas al blog cumplen la misma distribución temporal de cualquier proyecto: completar el 90% de la entrada me toma el 90% del tiempo, y el 10% restante de la entrada me toma el otro 90%.


[1] No escribo "pueblo" porque puede haber algún vecino cerca, y ya que la mayor parte son rednecks, me da algo de miedo ofenderlos.
[2] De haber venido un añito antes habrían sido notablemente más baratos.
[3] Me he dado cuenta que en las ciudades norteamericanas existen temas que influyen en la nomenclatura urbana. En Hawaii, por ejemplo, me dió la impresión que el 70% de las calles se llamaba King Kamehameha. Aquí en Calgary los colonizadores parecían estar obsesionados con el río Bow, indudablemente el rasgo geográfico más notorio, y hay decenas de calles, negocios, barrios y grupos de gente que referencian el Bow River o el Bow Valley.
[4] El equivalente al metro en Calgary, que sólo tiene dos rutas.
[5] Aunque no tan abundantes como las Colombianas sí son como diez en el año.
[6] Sería peligroso e irresponsable dejar a un adolescente en manos de Alejandro y Juan Pablo.
[7] No se imaginan lo mucho que agonizamos decidiendo si le íbamos a dejar ver esas películas. Pero finalmente lo llevé a ver Kingdom of the Cristal Skull, y le gustó tanto que le regalamos las otras tres películas de cumpleaños.
[8] Supongo que también con niños, pero me imagino que ustedes se han dado cuenta que cuando hay varios niños jugando y se acerca un adulto, todos guardan silencio y se quedan mirándolo fijamente, como en el capítulo de Los Simpson en que mandan a Maggie a una nueva guardería.

Saturday, September 06, 2008

Sobre agüeros y aguaceros

Antes me daba algo de vergüenza aceptarlo, siendo ingeniero, inteligente, y todo eso, pero ahora me precio de ser supersticioso. La diferencia es, aunque no vine a saberlo o notarlo por mucho tiempo, que anteriormente me avergonzaba por ser irracionalmente supersticioso.

Probablemente perdí el 92% de mis lectores con la frase anterior. Una parte, muchos de ellos compañeros de Universidad y carrera, habrá cerrado el browser con un click colérico, ofendidos en su honor por el hecho de que alguien no sólo tenga el handicap de no ser un escéptico, sino que en su ignorancia se regodee en ello. Otros más lo harán sacudiendo la cabeza y con una mueca de asco ante la contradicción: si antes era irracionalmente supersticioso significa que ahora lo es racionalmente, y eso no, eso sí que no. Probablemente un grupo de ellos lo haga con una mezcla extraña de las dos sensaciones. Y no descarto que exista un grupito que sencillamente se halle sorprendido de no estar en Amazon.

Sin embargo, espero haberlos interesado lo suficiente para que gran parte de todos ellos regrese, aún los de Amazon (de hecho, si usted es uno de esos cuénteme qué libro quiere, y yo le informo el precio a vuelta de correo. Acepto Paypal), ya que a través de esta y otro par de entradas más, explicar esa dicotomía, y quizá convencer a uno que otro que en verdad vale la pena.

* * *

Pese a que siempre pensé que no lo haría, cuando llegó el momento, mi matrimonio fue una boda católica.

Como era bien sabido entre mis conocidos que yo no tenía la intención de casarme (y no sólo por inmadurez, o miedo al compromiso, sino por el alarmante porcentaje de parejas de amigos míos que se divorciaban a los dos o tres meses), quizá la pregunta más frecuente que recibimos al anunciar la boda fue ¿Y Wilson cómo propuso? Ante un tema tan serio, yo solamente podía responder con sarcasmo, por supuesto: ¿A ustedes no les ha pasado que están hablando y de repente se quedan sin tema? Sin embargo, ésta respuesta tenía algo de cierto.

Una vez decidimos que, en efecto, nos creíamos el uno para el otro, Bibi y yo comenzamos a discutir los detalles logísticos del tema. Aparte de mi objeción ideológica estaba la parte económica, por supuesto, una ceremonia, aún una civil, implica recepción, invitados, decoración, comida y todas esas buenas cosas, así que en un principio estábamos de acuerdo en que no nos casaríamos. La conversación se fue entonces a los temas prácticos: si Bibi se podía pasar a mi apartamento o necesitábamos uno nuevo, si nos iba a hacer falta comprar armarios, cómo avisar a las familias. Ambas eran chapadas a la antigua, pero en cada caso pudimos acordar una estrategia adecuada. (Con sus hermanos, por ejemplo, consideramos que bastaría con avisar. Con su madre seguramente tendría que tener una prolongada charla exponiendo mis objeciones teológicas, ideológicas y morales sobre el matrimonio. Y, probablemente, comprarle chocolates.) Pero nos estrellamos contra un bloque al llegar a su abuela.

Ella es una viejita devota, de esas de las que lo primero que hacen al llegar a un sitio de paseo es localizar las iglesias y averiguar los horarios de misa, y quien, al cumplir su objetivo de "casar" a todas sus hijas, se puso a la tarea de hacer lo propio con sus nietas. (Actualmente, creo, tiene en la mira a una bisniesta) Bibi era su nietecita preferida (tengo la teoría de que la anciana le decía lo mismo a todas, pero el tema, por sensitivo, no ha sido adecuadamente discutido con Bibi) y por tanto sería un golpe difícil si la muchachita se iba a vivir "en pecado". Los dos considerábamos que la anciana no podría racionalizarlo y, más que brava, se sentiría triste. La rabia hubiéramos podido manejarla porque la rabia pasa, de hecho teníamos planes detallados para tratar con nuestras madres, pero la tristeza... de hecho Bibi tenía el temor que esa tristeza pudiera ser fatal para la viejita. (Temor infundado, como descubrimos más tarde, pero antes de cruzar el puente no sabíamos que sí habría aguantado el peso.)

La siguiente pregunta fue si lo hacíamos por lo católico o por lo civil. Entonces yo era un ateo recalcitrante, de esos que se regodean en su convicción y no dejan pasar oportunidad para exponer los motivos por los que no creen en Dios. Una especie de Testigo de Jehová a la inversa. Y aunque Bibi podría haberse considerado a lo sumo como "no practicante", sí tenía claro que la ceremonia católica le parecía hermosa. Y quién se lo puede negar. Parafraseando a Douglas Adams, en ningún idioma existe la expresión "Tan hermoso como una Notaría". Y, rasgo común en muchas mujeres colombianas, desde siempre había soñado con casarse de blanco en una iglesia. Quizá fue entonces la primera vez que me dí cuenta lo poco que me importaba la religión. Para mí era (es) importante que se supiera que no creo en el Dios de los Ejércitos, pero no tanto como los sueños de infancia de mi novia.

Casi un año después, tras sinnúmero de de decisiones, organización, y sesiones de acorte y alargue de listas de invitados, vinimos a darnos cuenta ya muy tarde que la ceremonia, campestre y bucólica, estaba planillada justo en medio de uno de los peores inviernos que yo había visto en Bogotá en varios años. Teniendo aproximadamente resueltos los detalles usuales de un matrimonio (sitio, lista de invitados, vestidos, padrinos y luna de miel) pude darme el lujo de preocuparme y quejarme a saciedad sobre el tema. Que nos iba a llover, que el prado se iba a volver un barrial, que con el escote Bibi se iba a resfriar, etc.

Como mis quejas no discriminaban compañía, llegó un momento en que emergieron frente a un compañero de oficina. Este tipo era inmensamente buena gente, muy inteligente, muy tranquilo y yo lo admiraba (aún lo hago) bastante.

-Venga le cuento un agüero que hay sobre eso-me dijo. Era obvio, por el preámbulo, que sabía que lo que iba a contarme no era racional (para los que no lo sepan "agüero" es sinónimo de "superstición"), y que se sentía algo incómodo por ello.- Cuando yo me iba a casar también era invierno, y mi abuela me lo contó. A mí me funcionó, ahí verá...

-Cuente, cuente-a esas alturas ya había asistido a un curso prematriomonial, e incluso había hablado con un cura pensando en confirmarme, así que una superstición más no iba a cambiar el marcador del partido. No sé exactamente qué esperaba, aunque posiblemente algo como un menjunje que de alguna manera afectara la humedad relativa del ambiente.

-El día de su boda, regale en un ancianato cercano un huevo por cada invitado. Eso hice yo, y a mí no me llovió.

Como ya lo he dicho, mi amigo es una persona muy inteligente. Claramente no estaba tratando de convencerme de la existencia o efectividad de un aguero milagroso, de hecho ni siquiera de que él mismo lo creyera. Sin embargo, me estaba ofreciendo una salida, una posible solución que sólo tenía un precio: dejar la razón en la entrada. Aquí hay dragones. Y un día después, un minuto después, volver a Excel, y ORACLE, y modelos matemáticos, y bases de datos, y Business Cases. Interesante invitación.


No me tomó mucho esfuerzo decidirme. En ese momento ya había tomado todas las medidas de contingencia para un caso de lluvia (carpa, paraguas de repuesto, aún la posibilidad de habilitar una de las salas de la casona), pero lo que yo quería era que no lloviera, y lo que más me desesperaba era esa sensación de impotencia. Así que hice el siguiente análisis: ¿Qué es lo mejor que podía pasar con este plan? Que yo decidiera no regalar los huevos, con lo que no sólo habría puesto a prueba mi escepticismo sino que me ahorraría unos pesos, y no lloviera el día de mi boda. ¿Qué es lo peor que podía pasar? Que yo decidiera regalar los huevos, y en todo caso lloviera. Y en ese caso, tendría el consuelo de que, en un día frío y lluvioso, una gruesa de ancianitos solitarios y abandonados al menos tendría un huevo de más en el desayuno.

Desde el punto de vista económico, ahorrarse el valor de un huevo por invitado era risible. (Si hubiera sido un huevo, usado como sinónimo de testículo, del organizador quizá sí, después de todo fue durante la organización de mi voda que reemplacé la expresión Me costó un ojo de la cara por Me costó un huevo de la ingle). Así que me decidí a hacerlo, pensando que en el peor de los casos, además de mojado, podría sentirme un filántropo. Recordando a Les Luthiers: sentiría una humildad tal, que me llenaría de orgullo y soberbia.

Como habrán adivinado los lectores medianamente astutos, no llovió el día de mi boda. Si lo hubiera hecho, evidentemente no habría escogido esta anécdota. Algunos escépticos llegarían incluso a conjeturar que ni siquiera lo recordaría. por el fenómeno denominado Sesgo de Percepción (Perception Bias), que hace que recordemos con más claridad los hechos que tienden a demostrar nuestras ideas preconcebidas que aquellos que no. Personalmente creo que mi boda fue lo bastante importante y emocional en mi vida como para que lo recordara, aunque quizá el tono de la historia sería algo distinto y en vez de poder usuarla para ilustrar mis posiciones filosóficas lo haría para ilustrar la fuente casi inagotable de mi ingenuidad.

Lo que no es necesariamente tan obvio es que ese marzo llovió casi todos los días, todos los fines de semana e incluso el viernes que precedió la ceremonia y el domingo siguiente. Es más, el mismo día de mi boda estuvo nublado, y antes de empezar cayeron algunas goticas de esas que las abuelas llaman "espantaflojos". Pero afortunadamente el cielo se despejó antes de que entrara la novia, y el resto del día estuvo excelente. Esa circunstancia llegó a convertirse en parte integral de la anécdota. La lluvia empezó a formarse al principio, explicaba yo, mientras los ángeles contaban los invitados para verificar que yo no me hubiera hecho el huevón con una docena de viejitos. Una vez comprobaron que los números cuadraban, San Pedro dio la orden y se despejaron las nubes.

¿Creo realmente que el hecho de que yo hiciera un gesto simbólico en favor de unos ancianos tuvo alguna relación con el buen clima que imperó durante la ceremonia? Déjenme exponerlo de esta manara. Si así fuera, la causación sólo tendría dos explicaciones posibles: que un Dios Todopoderoso hubiera decidido recompensar mi generosidad, o que de alguna manera la satisfacción de los ancianos hubiera impactado el clima. La primera explicación no me parece posible. Si existe un Dios o no es un amargo conflicto entre escépticos y creyentes en el que no veo necesario enfrascarme para resolver esta duda. Es claro, observando cómo funciona el mundo, que aún de existir, Dios no opera así (en otra ocasión hablaré más en detalle de mis ideas sobre Dios). Y la segunda tampoco la veo viable. Y una vez más evito enfrascarme en la discusión más profunda de si existe ese tipo de habilidades mentales, y me limito a señalar que los ancianos no sólo no tenían idea de quién les había regalado el huevo de más, sino que ni siquiera sabrían que eso había ocurrido.

Un escéptico seguramente, viendo cómo me esmero en eludir los argumentos más generales y profundos, seguramente me considerará pusilánime, en el mejor de los casos, o un febril Creyente, en el peor. De hecho en esa época yo tenía una idea muy clara de lo que pensaba, y continuamente la articulaba, si no clara, al menos extensamente. Sin embargo, negarme a discutirlos en esa instancia es una muestra de mi actual filosofía: esas preguntas, esas discusiones no valen la pena.

En realidad, ahora creo que el benévolo clima fue tan sólo un golpe de suerte. Ciertamente, a lo largo de mi vida me he considerado alguien con muy buena estrella (éste es otro de los temas en que al menos parte de la comunidad de escépticos no cree. Y esto es extraño, porque aún Carl Sagan parecía reconocer que la suerte es algo real. Incontrolable, pero real). Y por supuesto que no me arrepiento de haber tenido ese comportamiento supersticioso. En el peor de los casos, es un excelente tema de conversación.

Una pregunta más interesante, y posiblemente más difícil de responder para mí, es si en el momento en que llevé a cabo el gesto creía que eso en verdad tendría algún efecto. No lo sé, la mayor parte de los recuerdos que conservo de esos dos días son confusos, y borrosos, y están envueltos en una cursi neblina rosada de romanticismo y felicidad. Probablemente no. Sé que sabía que se trataba de un "cuento de viejas", un agüero más y siempre puede contarse con mi alma de ingeniero, que se muestra con todo su esplendoroso plumaje en los momentos menos esperados.

Pero creo, o al menos así lo espero, que en lugar de enfocarme en motivaciones, o en lo ridículo, vergonzoso o irracional que el gesto podía ser, pensé más bien en el huevo de más para cada viejito.

Wednesday, July 09, 2008

La importancia de ser Fernando

[1]

En mi familia siempre mostraron una preferencia por mi segundo nombre, y me llamaban Fernando. Desde muy pequeño, pues, estuve acostumbrado a responder principalmente por los diminutivos Ferdinando, Fercho y Ferchito. No recuerdo de esa época haber sido consciente de haberme llamado diferente. El primer conflicto vino cuando entré al primer colegio "grande", es decir con más de un curso por nivel, en segundo de primaria. La profesora leyó los documentos y me llamó Wilson, venga, traiga sus cosas para acá. Yo me sentí rarísimo pero, tímido y fuera de mi elemento, no tuve el valor de contarle que en realidad no me llamaba así.

Dentro de mi mente, mi vida escolar sólo comienza cuando llegué a cuarto de primaria, en el Colegio Agustiniano Norte. Los primeros tres años los pasé en colegios de barrio (el colegio CaNaPro, para hijos de profesores estatales, estuvo ahí metido en la mezcla en algún momento), nada memorables, de los que recuerdo tan sólo lo poco estimulantes académicamente que eran. Ante mis preguntas sobre los dioses egipcios[2] respondían con evasivas, y me explicaban que ese tema se veía en bachillerato. No tengo claro cómo me llamaban en esos colegios, aunque probablemente era algo así como El Gordito Llorón Que Se La Pasa Preguntando Huevonadas.

En el Agustiano Norte no existió ningún conflicto de nomenclatura, ya que allá fui sencillamente Torres. Fue el único colegio masculino en el que estudié, pero tengo entendido que es una práctica común en ellos. Me imagino que la lógica detrás de esa costumbre (que me puso en la desagradable situación de descubrir, al llamar a algún compañero para alguna tarea, que en su casa los cuatro hermanos que estudiaban en el Agustiniano se apellidaban igual) es que saberse el nombre de pila de alguien con quien uno se ve todos los días es medio maricón.

Y ninguna costumbre tan descaradamente afeminada se soportaría en la varonil institución que es un colegio de curas (a mí no me pasó nada, o bloqueé las memorias, pero a riesgo de que sea un cliché debo decir que sí circulaban historias sobre algunos de los confesores que pedían detalles gráficos sobre los pecados de carne de los criaturos de cuarto y quinto de primaria).

En bachillerato llegué al Colegio Cafam, donde se preocupaban, entre otras cosas, por los nombres de sus alumnos. Así que volvió la dicotomía. Varios hechos se confabularon entonces para modificar para siempre mi identidad. El primero, fue la literalidad de los maestros: al leer la lista de alumnos, concluían que yo debía ser Wilson, o a lo sumo Wilson Fernando, en lugar de simplemente Fernando. Y esta vez eran docenas de ellos. ¿Cómo iba un muchachito con un saludable (está bien, está bien, quizá enfermizo) respeto a la autoridad oponerse a todos aquellos adultos que lo rebautizaban? Pero además, para entonces había encontrado que 'Wilson" tenía un timbre más cosmopolita, como Ironside, BJ McKay o Superman. Y, por si fuera poco, al escuchar mi primer nombre los niños solían exclamar, haciendo alusión a Daniel el Travieso: ¡El Señor Wilson! lo que en mi infantil mente era como el primer paso para ser famoso. Así fue como, poco a poco, cediendo a la presión de grupo y mis propias inseguridades, dejé de ser Fernando para convertirme en Wilson.

Mi nuevo nombre me sirvió fiel y adecuadamente durante todo el bachillerato y la Universidad. Allí ni siquiera desentonó entre los tantos John, Harvey y hasta Robinson, con los que estudié. A lo sumo me molestaba de cuando en cuando por la gente que se rehusaba a entender que “William” y “Wilson” son dos nombres distintos o, mucho peor, cuando escribían mi nombre con elle. Y una que otra muchacha que se extrañaba que prefiriera mi primer nombre al segundo, mucho más sonoro y agradable. Y mi familia, por supuesto, para quienes yo seguía siendo Fernando, que nunca entendió del todo aquello del cambio de nombre, y sospechaban, creo, algún motivo ulterior.

Sólo cuando empecé a trabajar en una multinacional se presentaron algunos inconveniente, ninguno de ellos insalvable, pero que sí me pusieron a pensar en lo peculiar que podía ser esa mezcla de nombres. Estaban aquellos que consideraban que yo debía tener ascendencia sajona, y hablaban como lo harían con un nativo de New York, lo que me forzaba a estar pidiendo explicaciones continuamente. O, sobre todo, aquellos que, sabiendo que “Wilson” era un apellido me bautizaban “Torres”[3].

A mí el clasismo, enfermedad congénita de los colombianos, me entró tarde en la vida. Cuando vivía solo, una de mis amigas, la persona más gomela[4] que había visto hasta entonces, me hizo notar que eso de mezclar nombres anglosajones con nombres latinos era medio ñero[5]. Y que, por si fuera poco, dentro de los nombres sajones el nombre Wilson gozaba de mala reputación. ¿Acaso no me había dado cuenta que ese era un nombre de celador?

Como en ese momento yo le estaba arrastrando el ala a la muchacha en cuestión, la realización de que nuestra relación jamás llegaría a pasar de mi nombre de pila (sí, era así de vacía, pero estaba buenísima) me hizo, por primera vez, lamentar la combinación. Y además empecé por primera vez a fijarme en los tocayos. ¿Les ha pasado, por ejemplo, que apenas ustedes se compran un carro rojo comienzan a darse cuenta que parece haber un porcentaje mayor de carros de ese color que de otros? En realidad es un tema de percepción. Cuando su carro era verde, a usted le importaban un pepino los carros rojos y sólo cuando se volvían un tema importante para usted empezaba a percibirlos. Pues más o menos eso me pasó con el tema del nombre. Si antes no me fijaba en el tema, apenas empecé a hacerlo, con la idea de comprobar la teoría de mi amiga, no pude menos que comprobarla.

Aunque la muestra fue lo bastante limitada como para no ser estadísticamente concluyente, he aquí los resultados:

Ocupaciones

Llamados “Wilson”

Llamados
“Wilson Fernando”

Glamorosas

Consultores

0

0

Gerentes de Multinacional

0

0

Corredores de Bolsa

0

0

Actores de Hollywood

0

0

Cantantes de Rock & Pop

0

0

Escritores Laureados

0

0

Perros[6]

1

1

No Glamorosas

Celadores

6

2

Guardaespaldas

1

1

Conductores de Bus

1

1

Vendedores

1

0

Ingenieros

1

0

Cantantes de Salsa

1

0

Actores de Películas “B” Mexicanas[7]

1

0

Médicos

1

0

Debo aceptar que esta tabla es mucho más extensa que la que compilé inicialmente, y que de hecho posiblemente esté un poco sesgada. El caso es que el tiempo siguió pasando, y además de casarme (por suerte no todas encontraban repelente la mezcla de nombres) decidí emigrar para Canadá. Al menos allí, me dije, el nombre “Wilson” no les parecerá raro.

No sé qué me hizo pensar eso, habiendo trabajado tantos años en BP. Es decir, en efecto el nombre Wilson no les parece raro, pero tanto Wilson Fernando como Wilson Torres les resultan incomprensibles, aún más que a los Colombianos, que no se arredran ante un “John Jairo”, un “Juan Harvey” o una “Paulette Liliana”. Así que cada vez que daba mi nombre, escuchaba la incredulidad en la voz de mi interlocutor, y debía empezar casi de inmediato a deletrearlo. (Hasta tal punto que empecé a presentarme como Wilson As-in-the-Tennis-Balls Torres)

Así que lo decidí: aprovechando esta única oportunidad de reinventarme, dejaría de ser “Wilson” para regresar al simple “Fernando” de mis años de niñez y empecé a presentarme como "Fernando". Y, en efecto, en esta cultura Canadiense donde dos de cada tres transeúntes son inmigrantes (si les interesa la estadística, de los inmigrantes, cuatro de diez son chinos o coreanos), y si nos remontamos a una generación atrás, ocho de cada diez, Fernando Torres genera muchas menos cejas levantadas que Wilson Torres.

Sin embargo, hubo dos problemas logísticos con este plan. Primero, desacostumbrado al nombre, en algunos sitios me presenté (y, lo que es más importante, diligencié documentos) como Wilson y en otros como Fernando. Y, por supuesto, prontamente olvidé en cuál hice qué. Esto no será un problema para establecimientos que uso continuamente como Blockbuster o Walmart, pero puede resultar incómodo en otras circunstancias. Por ejemplo, no recuerdo cuál es mi nombre para los del banco, lo que va a hacer que el primer problema que tenga con ellos sea particularmente traumático.

Segundo, en algunos sitios no les importa cómo me llamo sino cuál es mi primer nombre. Es decir que, preferencias o no, mi nombre para ellos es "Wilson" o, a lo sumo, "Wilson F". Lo que significa que eventualmente, voy a resultar con que en mi billetera tendré algunos documentos que me identifican como "Wilson", otros como "Fernando" y los últimos como "Wilson Fernando". Me pregunto si al policía de tránsito que me detenga en algún momento el detalle le parecerá simpático y pintoresco, o, combinado con mi nacionalidad colombiana, sospechoso y siniestro.

La única solución que se me ocurre es comenzar a firmar como W. Fernando Torres. Eso me garantizará una vez más miradas de confusión, porque los gringos y los canuks entienden el tema de los dos nombres (Lee Harvey Oswald, Martin Luther King, Priscila Ann Presley), o el de la inicial del segundo nombre (James T. Kirk, Homer J. Simpson, George W. Bush) pero, ¿la Primera inicial y el segundo nombre? Eso es, como diría yo, buscar lo que a uno no se le ha perdido.

Sin embargo ya tengo una respuesta preparada para la primera expresión de sorpresa que se cruce con mi nuevo alter ego: W. Fernando Torres… you know, like M. Night Shyamalan.



[1] Y aquí aprovecho para, en uno de esos comentarios petulantes por los que la gente me ha aprendido a conocer y querer, quejarme de los traductores de Oscar Wilde. Siempre tradujeron el título de The Importance of Being Earnest como La importancia de Llamarse Ernesto. En el original inglés, el autor hace un juego de palabras entre Earnest, sincero, y Ernest, Ernesto, que se pronuncian igual. Es obvio, sin embargo, que este juego de palabras sólo funciona a nivel auditivo, porque las palabras se escriben diferente.

Por la elección del título en español es evidente que los traductores entendieron ese juego de palabras (porque de lo contrario lo habrían titulado La Importancia de Ser Sincero, que es la traducción literal), pero decidieron guardarse ese conocimiento para sí mismos, bien por elitismo o bien por ineptitud. No sé cuál de las dos alternativas me molesta más.

¿Cómo habría resuelto yo el problema, me preguntan? Muy sencillo, habría rebautizado al protagonista y habría titulado la obra como La Importancia de Ser Franco, título que captura en español esa muestra del ingenio de Wilde... (Incidentalmente, esa es la técnica que utilizaron los traductores de la tira cómica Justo y Franco, que se publicaba en El Tiempo. Y fue una decisión excelente, ya que años después vine a darme cuenta que, probablemente ese es el mejor chiste que la tira publicó.)

[2] Sí, yo hablaba de los dioses egipcios en tercero de primaria, dejen de poner esa cara de sorpresa. Creí que ya habíamos establecido apropiadamente que soy un nerd.

[3] Alguna vez, incluso, una tejana medio coqueta y confianzuda me preguntó cuál era el diminutivo. Yo, que ya había visto su foto, estuve a punto de decirle algo como “Tor” o “T” pero por suerte me di cuenta que eso realmente no iba a incrementar las posibilidades de que me encontrara atractivo, o, si por alguna razón lo hacía, no iba a resolver el insalvable obstáculo de la distancia.

[4] Gomelo: Niño bien. Lo que los mexicanos llaman "fresa"

[5] Un lector sagaz habrá adivinado que ñero es antónimo de gomelo. Lo que los mexicanos llaman "naco".

[6] Aunque debo aceptar que este caso no fue precisamente coincidencial. En retaliación, mi gato “Pacho” fue rebautizado como “Pacho Javier Hernando” sólo para morirse un par de meses después, posiblemente por el trauma onomástico.

Tuesday, June 03, 2008

Síndrome de Ulises 4: Sir Vilson Contra la Labor

o
De cómo un colombiano gordito y sedentario ayudó a trastearse a 64 amigos

En retrospectiva, no estoy seguro de por qué acepté. Técnicamente aún trabajaba para The Personnel Department, la empresa de empleos temporales en la que me había alistado (ver entrada anterior), pero para entonces ya sabía que sólo iba a ser cuestión de tiempo empezar en mi nuevo y más prestigioso empleo: tres días si escogía EnCana, dos semanas si escogía BP. Así que cuando mi jefa llamó a ofrecerme un día de "Labour" (Utilizada como sinónimo no de Trabajo honesto, sino de Partirse el espinazo haciendo ejercicio físico) debí simplemente haberla mandado a paseo, si me sentía valiente, o más bien, dado que la última vez en mi vida que me sentí valiente El Fibra me rompió el tabique, decirle que tenía una vuelta urgente e inaplazable justo a esa hora.

Pero no lo hice. En vez de eso escuché con atención la descripción de la tarea (En el Hotel Coast Plaza van a renovar las habitaciones, y necesitan alguien que los ayude por uno o dos días. Pero mira la ventaja, no tienes que vestirte elegante para esa tarea[1]) y me sentí un duro negociante al aceptar tan sólo un día.

El Hotel Coast Plaza queda en la parte Noreste de Calgary, que puede argumentarse es la zona más fea de la ciudad, y está cerca del aeropuerto (siendo Bogotano cuando pienso en "Hoteles cerca del Aeropuerto" la imagen que viene a mi cabeza es "Coconito" más que "Forte Capital", así que sentí algo de curiosidad morbosa, lo que hasta cierto punto influyó en mi decisión de aceptar), sin embargo aparte de ser algo viejo no tiene ningún problema que salte a la vista (se imaginarán mi decepción). Es uno de esos hoteles viejos y más anchos que altos que en mi mente siempre están asociados a nobleza venida a menos. El lobby estaba bastante bien cuidado, hasta lujoso, pero de antemano podía imaginarme sus pasillos: el alfombrado, mullido y opulento en una época estaría algo raído, el papel de colgadura, descolorido, la iluminación sería rancia y amarillenta, en todo caso insuficiente, y tendría un olor a viejo muy cerca del límite de lo desagradable (aunque quizá del otro lado).

En este caso, acababan de renovar el piso 6 (de donde deduzco que en algún supermercado especializado deben vender aromatizador con esencia de hotel viejo, porque olía igualito a uno que no se hubiera renovado en lustros), y nuestra misión consistía en reemplazar los antiquísimos colchones por unos nuevos. Cuando llegué al piso 6, encontré que al menos la cuarta parte del trabajo ya estaba terminada, y que todas las cajas de resortes (el paradigma de las camas canuk fue nuevo para mí: aún las camas matrimoniales consisten de una especie de soporte metállico, como un catre, encima de ello una

Box Spring que, como su nombre lo indica, es una caja de madera con muchos resortes en su interior, y que hace las veces de tablas de la cama, y encima el colchón propiamente dicho.) estaban colocadas frente a los cuartos, como soldaditos esperando inspección. Ahora, escuchar hablar de 32 colchones que hay que mover es muy distinto de verlos uno junto a otro esperando ser transportados, y esa fue la primera vez que cuestioné la cordura de mi decisión.

Sin embargo, recordando el cliché aquel de que lo más difícil de cualquier tarea es empezar, lo racionalicé pensando que mover un colchón es más o menos el favor que uno haría para un amigo que se estuviera trasteando (al menos las veces en que no pueda uno encontrar una excusa convincente para sacar el cuerpo sin quedar como un zapato). En este caso, estábamos hablando de 32 colchones tamaño Queen, así que era más como ayudar a 64 amigos (Estoy partiendo de la suposición que en cada caso se trata de una pareja de amigos casados. Por principio, no ayudaría a trastear su cama a ningún soltero cuya agitada vida social le exija contar con una cama Queen Size, viendo que durante mi época de soltería yo me las arreglé adecuadamente con una semidoble).

Repetir el proceso 64 veces me dio tiempo para contemplar una gran cantidad de temas. En particular, a partir de la cuarta iteración, una enorme gratitud porque:

Los colchones, es decir la parte de la cama que me correspondía mover que había tenido un contacto más directo con la anatomía de los clientes, ya habían sido sacados del edificio, y

El Coast Plaza, contrario a mi primer presentimiento, hubiera resultado no ser un Motel. Viendo las pintorescas manchas de algunas de las cajas de resortes me daban escalofríos de pensar en lo que me habría encontrado si lo hubiera sido.

Pese a que contábamos con un carrito para ayudarnos con la carga, los pasillos eran algo angostos, así que a fin de cuentas resultó menos engorroso simplemente cargar a mano todo entre el ascensor y las habitaciones. Como empezamos con los cuartos más cercanos al hall, el recorrido se hacía progresivamente más largo a medida que el trabajo avanzaba. Y como el cansancio también aumentaba, la imagen del pasillo comenzó a hacerse más ominosa con cada viaje, hasta el punto que para media tarde ya me sentía identificado con Danny Torrance en The Shining (si nunca vieron la película, aquí está la escena en cuestión, bendito sea YouTube. Es desde el segundo 25, más o menos).

Después de pasar todo el día acarreando pesados colchones, uno pensaría que lo más lastimado serían los músculos de los brazos y piernas, y posiblemente la espalda. Lamento informarles que no fue así en este caso, sino que el mayor trauma lo recibió mi glándula pituitaria. (Por si no estaban poniendo atención en biología de 3ro Bachillerato, u octavo grado, una de sus funciones es olfatoria.)

Detrás de las puertas que restringen la entrada del personal no autorizado en los hoteles, bares y restaurantes, existe un submundo oscuro y repulsivo, desconocido para los clientes más afortunados. Llámese esnobismo, discriminación o simple pereza, esa puerta da al personal una licencia para establecer un estándar sensorial notablemente distinto en cada lado, de hecho cuando por algún motivo los restaurantes cuentan con una cocina particularmente presentable, la exhiben como una medalla al mérito (ver el caso de El Corral, en Colombia). Aún en aquellos sitios, como este, en los que no salta a la vista ningún riesgo evidente contra la salud pública (por ejemplo un populoso nido de cucarachas en la alacena, como me encontré hace casi veinte años en mi primer trabajo remunerado, en la Taberna Internacional), el espectáculo no será nada agradable.

En este caso, una vez salíamos del ascensor esgrimiendo pedazos de cama, entrábamos a la cocina por una de esas puertecillas mágicas, y debíamos recorrer un largo pasillo (ahora que lo pienso bastante similar al que se muestra en los primeros 25 segundos del mismo clip de El Resplandor que mostré más arriba... y el lobby también tenía ese aire del Hotel Overlook. Creo que si mis caminos vuelven a llevarme al Coast Plaza Hotel buscaré con mucho cuidado una foto vieja de Jack Nicholson [2]) hasta salir al patio trasero, donde el camión nos esperaba parqueado junto al container de las basuras.

Era martes en la mañana después de un fin de semana largo (los canadienses tienen casi tantos lunes de fiesta como los colombianos, lo cual fue una agradable sorpresa), y en el pasillo quedaban los restos de las fiestas del domingo: platos de pasabocas medio vacíos, docena y docenas de vasos sucios, y una que otra olla. Los efluvios eran tan espesos, que pensé que iba a necesitar un machete para abrirme camino a través de ellos. Es más, la única razón por la que no llegué a casa impregnado del nauseabundo aroma del Bloody Mary rancio es que el olor a basura asoleada que escaba por las grietas del container era mucho más penetrante. Ah, y al lado del container de la basura general había uno más pequeño, destinado a almacenar exclusivamente residuos de grasa y aceite orgánicos, y que, a juzgar por su aspecto, estaba lleno a reventar con los restos de todos los huevos con jamón, costillitas BarbQ o churrascos del fin de semana. (Nunca había caido en cuenta de lo repugnante que es Fight Club, y lo desagradable como ser humano que debe ser Chuck Palahniuk, para inventarse esas porquerías)

Durante los primeros dos o tres viajes pensé que no iba a ser capaz de continuar, a causa del olor. Sin embargo, en algún lado leí que nuestro olfato se acostumbra muy rápidamente a cualquier olor, por repugnante que sea, y deja de registrarlo al cabo de treinta segundos. Lo cual tiene sentido, pues de lo contrario los beduinos (quienes no pueden desperdiciar la poquita agua que encuentran en el desierto en frivolidades como bañarse el trasero), los esquimales (quienes durante los inviernos duros a veces deben untarse grasa de foca[3] en la piel debajo de cuatro o cinco capas de ropa), o los franceses (quienes son desaseados sin una excusa concluyente) habrían dejado de reproducirse hace varios siglos. Así que a media mañana yo sabía que el sitio apestaba, y que yo probablemente también lo hacía, pero esto era un dato más, que yo almacené en mi mente junto las estadísticas sobre el SIDA, y continué con mi trabajo[4].

Puede que no esté seguro de los motivos que me impulsaron a aceptar el trabajo, sin embargo sí sé por qué no lo dejé botado en mitad del día. No fue por temor a que no me volvieran a contratar del Personnel Department, el orgullo personal de no rendirme ante un reto aparentemente muy grande, o el orgullo profesional de no dejar un trabajo a medias. Aunque hubo algo de todo aquello, lo que realmente me permitió salir adelante fue el mantra de Esto lo voy a poner en el blog que repetía incesantemente cuando me sentía a punto de rendirme.

Así que fue obvio que, cuando Jen me llamó a pedirme que regresara el día siguiente, puesto que todos habían quedado muy impresionados por el buen trabajo que había hecho, me negué educadamente.

Una entrada sobre este tema es más que suficiente.



[1] Con tan sólo tres conversaciones, Jen se había dado cuenta lo mucho que odio el traje y corbata

[2] No hay ningún clip que sirva si no entendió la referencia; más bien vea la película, es buena

[3] O, como la llamo yo, focking grasa

[4] Me permito aquí una reflexión mojigata y probablemente repetida sobre la desensitivización que tiene la ubicuidad de los medios. Es cierto que las imágenes sobre la crisis en Myanmar, o el terremoto en Asia, llevaron a la acción a mucha gente, pero me atrevo a adivinar que aquellos que actuaron lo hicieron apenas se enteraron del problema y de cómo podrían ayudar. Me temo que las consecuentes repeticiones de las mismas imágenes, con los mismos comentarios grandilocuentes de los periodistas pomposos tan sólo sirvieron para que aquellos menos generosos de nosotros nos habituáramos a la situación, y convirtiéramos esa tragedia en una idea anodina que da vueltas por nuestra mente sin ninguna consecuencia