No soy fan de la anestesia general. De las seis ocasiones en que he sido anestesiado, en tres he despertado con mi anatomía disminuida, en una tuve una penosa recuperación de quince días, y en las otras dos, fui abusado con cámaras de video por sendos extremos de mi aparato digestivo [1] (No al mismo tiempo, téngase en cuenta, que yo sepa nadie podría someterse a una endoscopia y una colonoscopia simultáneas, salvo, tal vez, Ilona Staller).
En aras de mantener este blog estrictamente PG-13, pienso discutir solamente las partes que incluyan mutilaciones sangrientas, eludiendo las más evidentes alusiones sexuales.
La primera intervención a la que me sometí fue la varicocelectomía izquierda. Varicocele, o venas varicosas testiculares, son venitas que se hinchan alrededor del testículo, envolviéndolo en un capullo. Por más cómodo y cariñoso que eso suene, es realmente maluco, ya que ese colchón venoso sube la temperatura del escroto, y puede fastidiar la capacidad de los testículos para producir espermatozoides. Y todos sabemos que la función secundaria de los testículos es producir espermatozoides. (La principal es ser pateados por los cochinos malvivientes en las peleas colegiales lo que, a su vez, produce varicocele.)
No sé qué clase de muchachitos asistían al jardín de infantes conmigo, pero yo tuve varicocele desde que tengo memoria. Hasta tal punto que solamente decidí tomar acción al respecto cuando me enteré de los nocivos efectos del Calentamiento Hueval, que acabo de describir. El doctor que finalmente ordenó la cirugía me explicó que los varicoceles se clasificaban por grados según su severidad. El mío, un amasijo de venas que envolvía totalmente el testículo izquierdo y era posiblemente más voluminoso que éste, alcanzó a calificar para grado 3, que es el máximo.
–¿Y usted nunca se dio cuenta que tenía algo ahí?–me preguntó severamente al concluir el examen.
En aquella época, incluso más que ahora, era importante para mí dar una respuesta ingeniosa, aún a costa de mí mismo:
–Pues la verdad, doctor, yo pensaba que sencillamente era medio huevón.
Esa primera intervención salió bastante bien, pese a ser una flagrante violación al principio pitagórico de “mantener las cosas afiladas lo más lejos posible de las pelotas”. Es más, entiendo que a gente más valiente que yo, suelen hacérsela con anestesia local. Pero yo no le halé a eso. Estar despierto mientras a uno le tasajean sus genitales es bastante malo pero, ¿escuchar los comentarios, o peor, la risa burlona de alguna enfermera? Eso puede causar traumas irreparables.
Al final, la intervención fue ambulatoria, y al cabo de uno o dos días de descanso, estaba caminando normalmente. Bueno, quizá con un leve aire a John Wayne por un par de semanas, pero no más.
La segunda vez que fui generalmente anestesiado, fue para reparar los daños que El Fibra había hecho a mi tabique nasal diez años atrás [2]. ¿Por qué tardé diez años en arreglarme el tabique? En mi familia, la medicina era un producto de lujo. Uno iba al médico cuando estaba enfermo y, si podía caminar, evidentemente no estaba enfermo. Esta ética me acompañó durante toda la universidad y sólo cuando empecé a trabajar me enteré que los dermatólogos podían curar dolencias como el acné y la caspa, y no solamente la lepra.
Esta fue, de lejos, la peor recuperación. Estuve tres días hospitalizado, y tuve un par de descomunales placas de plástico metidas en la nariz por dos semanas. Los cornetes me dolieron por una semana entera. Los puntos internos de la nariz tardaron más de un mes en cerrase, y durante ese tiempo el aire que respiraba estaba enriquecido con coágulos microscópicos [3].
En fin, en esa época comencé a sentir una enorme admiración por el estoicismo con que las mujeres soportan los más brutales procedimientos sólo en nombre de la estética [4].
La tercera vez, perdí mi vesícula biliar. Esta es la intervención que más me molesta porque creo que habría podido evitarse con relativa facilidad. La dolencia que resultó en esa operación empezó más o menos tres años antes, cuando tuve que ir a urgencias por un terrible dolor abdominal. En Urgencias de la Clinica Santa Fé me atendió uno de esos estudiantes de medicina que a duras penas se merecen que llamen “doctor”.
–Ese dolor puede ser el apéndice. O puede ser el hígado. Aunque no descarto el páncreas, ni…–y a continuación, procedió a hacer una lista extensa de mis asaduras, de la que la vesícula biliar se hallaba conspicuamente ausente. Yo, que en esa época no le pedía una segunda opinión a Wikipedia, estaba pendiente de sus palabras.
Al final, el hideputa diagnosticó “gastritis”, de modo que a partir de ese momento, las dos o tres veces que resulté en Urgencias por el dolor, su fatídico diagnóstico inicial [5] sesgaba a los que me atendían, así que nunca buscaron nada más. Solamente la última vez, ante el dolor tan intenso que aparentemente no se ajustaba a la sintomatología de la gastritis, al residente de turno se le ocurrió pedir una ecografía y descubrió que mi vesícula biliar tenía la forma y tamaño de una bola de voleyball. Entonces, sabiendo que esa es una enfermedad dolorosa, el doctor finalmente se convenció de que mis quejas eran sinceras (increíble que una simple ecografía haya sido más convincente que dos horas de súplicas y lágrimas ininterrumpidas), y me prescribió morfina.
Es la única vez que me han inyectado morfina. Y debo de decir que ¡vaya!... Por un tiempo estuve pensando en sembrar un jardincito de amapolas en unas macetitas del apartamento, ¡Qué droga tan dura!... Recuerdo claramente la sensación: apenas desocuparon la jeringa dentro de mi suero intravenoso, sentí adormecerse absolutamente todo mi cuerpo. Excepto la vesícula, que siguió doliendo endiabladamente. Me dormí pensando “Esto no puede ser…”.
Aparentemente el órgano de marras estaba ya más allá de toda salvación, porque medio me reanimaron para que firmara un formato de consentimiento médico [6], y la siguiente vez que me desperté, ya no tenía vesícula.
La última anestesia, hasta ahora, la recibí hace ocho días, aquí en Canadá, por una apendicitis. Hacerle justicia al cuento haría esta entrada insoportablemente larga, así que, esta historia continuará.
[1] Tengo una pequeña apuesta con mi esposa. Ella dice que esa frase es innecesariamente confusa, y que nadie va a entender lo que quise decir. Yo opino que un lector habitual de mi blog estará acostumbrado a mi estilo, por un lado, y no tendrá problema en saber que la frase anterior es sinónimo de “fui abusado con una cámara de video por cada uno de los extremos de mi aparato digestivo, a saber la boca y el ano”. Si quieren, ayúdenme a definirla en los comentarios.
[2] Les debo esa historia.
[3] O al menos eso me imagino.
[4] Dicha admiración aumentó gradualmente después del parto de mi esposa, pero se multiplicó muchas veces cuando me depilé la espalda con cera.
[5] Que yo, estúpidamente, les informaba cada vez.
[6] Que los autorizaba, en esencia, para hacer con mis tripas lo que les viniera en gana.