Saturday, January 05, 2008

Los Hijos de Leeloo

Debo aceptar que al enterarme que Bibiana estaba embarazada por primera vez, hace casi seis años, mentalmente hice algo de fuerza para que fuera una niña. Y además que cuando la ecografía reveló más allá de toda duda el sexo de Alejandro, lo primero que hice fue tratar de racionalizarlo [1].

Prominente entre los argumentos que me di a mi mismo durante esos minutos iniciales, estaba el hecho de que al menos tenía la certeza de que mi primogénito jamás me iba llegar a la casa esperando el hijo de un desconocido. Un argumento bastante machista, para alguien que se precia de tener una mente moderna y progresista, pero al fin y al cabo es difícil esperar algo mejor de alguien que lleva casi cuarenta años viviendo dentro de una sociedad latinoamericana.

Me olvidaba de un detalle: es bien sabido que en la casa, el primero de los descendientes no es mi hijo Alejandro sino mi mascota Leeloo. Y, por supuesto, porque uno de aprender por las malas a no pensar en nada, la muy bandida me llegó hace un par de semanas con esa noticia.

Existen dos circunstancias que hacen que la situación sea particularmente graciosa: Leeloo tiene ocho años, y como no queríamos que tuviera más perritos (y siempre ha estado demasiado gorda para operarla), cuando le llegaba el celo la dejábamos en una guardería donde la tenían encerrada. A mi modo de ver, esto equivale más o menos a que un buen día llegue una tía solterona, esa que ronda los 56 años, la que sabe bordar, es dueña de una camándula que usa sin falta cada sábado en la noche para rezar el rosario, y es la albacea de la receta secreta de los buñuelos, a contarle que está embarazada y que aparentemente ocurrió durante su último retiro espiritual.

La noticia nos tomó completamente por sorpresa, como todos los padres en esa situación, aunque a decir verdad los síntomas eran demasiado obvios y la única razón por la que no los notamos fue que no sigo la imagen preconcebida que teníamos de nuestra hijita mayor. Como todos los padres en esa situación. Y así, cuando en la calle la gente nos preguntaba si la perrita estaba esperando, nosotros contestábamos avergonzados que no, que simplemente estaba gorda, y llegábamos a la casa a disminuir su ración de comida, cosa que al final debíamos hacer casi con segueta.

Ni siquiera nos dimos cuenta de que estaba esperando cuando le comenzaron a crecer las pochecas, y se lo achacamos a un embarazo psicológico, como el que había tenido cuando llegó el primer celo. Solamente después de la insistencia de algunos visitantes, que señalaban que no podía estar tan gorda, accedimos a tomarle una ecografía, que finalmente demostró que Leeloo, al revés del chiste, no estaba loca, sino que era una zorra. [2]

Y como con la ecografía se pudo determinar aproximadamente la fecha de concepción, no últimos cuenta que, efectivamente, el problema había sido durante el fin de semana que la dejamos en la guardería. Inicialmente sospeché que la veterinaria dueña de la guardería le había dado vergüenza contarnos que mi perra había sido montada, sin embargo cuando le contamos nuestras penurias pareció estar al menos tan sorprendida como nosotros (sobre todo me convenció el hecho de que se ofreciera inmediatamente a pagar todos los costos asociados al embarazo y el parto. Estoy seguro de que de haber estado preparada, había podido encontrar algún argumento para compartir los gastos.)

En las múltiples conversaciones sobre el tema que hemos tenido con la veterinaria, nos repitió muchas veces que no se explica cómo paso. ¡Pero si la teníamos encerrada en una jaulita con las demás hembras! Aparentemente, existía una manera en que la perrita podía poner la cola entre las rejas, y así ser visitada por sus pretendientes [3] .

El embarazo de Leeloo era algo riesgoso, no sólo por su edad sino porque el papá de los cachorros bien podría haber sido un San Bernardo, en cuyo caso éstos probablemente tendrían en el momento del parto un tamaño superior al de Leeloo. Así que durante las dos semanas que transcurrieron entre la primera ecografía, que nos confirmó que en efecto Leeloo esperaba cuatro o cinco cachorros, y la segunda, que confirmó por el tamaño de las cabezas de los fetos que el papá era de una raza de tamaño mediano, Bibi y yo estuvimos bastante ocupados describiéndonos mutuamente los terrible y sangrientos desenlaces a los que podría llegar a tener.

Una vez la ecografía hubo exonerado dos Labradores, un Golden Retriever, un Pastor Alemán y un Gran Danés (y, en mi opinión, a los dos cuidadores) solamente quedaron tres sospechosos: otro Beagle, un Lhasa Apso, y un Australian Terrier. Así que tenemos el 66% de probabilidades de que los dos perritos se vean como Willie Nelson.

Cuando ya hubo pasado el shock de la noticia, pudimos considerar todo con cabeza fría y darnos cuenta de que la situación realmente era peor de lo que habíamos anticipado. La primera vez que le buscamos novio a Leeloo, pese a que vivíamos en un apartamento de más de 150 m², todo el proceso fue tan incómodo y traumático que decimos que sería la última. Lo que recuerdo con mayor claridad de los cachorritos es que, por más tiernos y adorables que se veían (por lo menos una vez hubieron perdido el aspecto de ratones deformes que tienen durante el primer mes) eran voraces como pirañas y destructivos como... Godzilla cruzado con pirañas.

Más, cuando consultamos con la veterinaria de Leeloo, los advirtió que mi plan de llevarla a una guardería o una clínica veterinaria durante el parto y lactancia no era aconsejable: la perrita es tan consentida que si la sacamos de su casa, donde se siente cómoda, posiblemente se puede pasmar y se le complica el parto. Por tanto, no hubo más remedio que resignarse a que todo el proceso se lleve a cabo aquí. Este apartamento es mucho más pequeño que el anterior, y de hecho estamos algo apretados, así que en realidad no teníamos ningún rincón disponible para designar como Sala de Partos, pero después de considerar cuidadosamente llegamos a la conclusión de que lo mejor sería dejar el baño de visitantes para eso. O, mejor dicho, que designar cualquier otro pedazo de la casa sería muchísimo peor.

Todo el proceso de la Sala de Maternidad Canina es incómodo por múltiples motivos, sin embargo el que más recuerdo en este momento es el olor. Leeloo es una perra muy limpia, al menos para el estándar de una raza cuyo principal evento social es olerle el trasero a sus congéneres, en general no huele tanto a perro (esa es una característica de la raza Beagle, que he hecho pesó bastante a la hora de seleccionarla.) Sin embargo, durante el embarazo no puede bañarse tan frecuentemente, está cargada de hormonas, y prepara un nido, de trapos viejos cuyo olor haga sentir seguros a los cachorros, donde vivirá ininterrumpidamente por más o menos dos meses. Cuando arrendamos este apartamento, la mayor preocupación del dueño fue precisamente el olor a perro. No se preocupe, argumentamos nosotros, ella es una perrita muy limpia, casi ni sale a la calle de lo miedosa. Si la dueña supiera el trauma al que está siendo sometido el baño de visitantes, sentiría un estrés similar al que yo siento ahora.

Durante la última semana estuvimos haciendo preparativos constantemente, desde arreglar la ducha del baño con cartones (tampoco es cuestión de matar de frío a Leeloo y su progenie) hasta preparar turnos para recibirlos. Sobra decir que todos los planes de salida que hubiéramos tenido fueron cancelados inmediatamente. Las salidas porque sabíamos que una vez nacidos los perritos tendríamos que cuidarlos continuamente (porque la Leeloo no es que rebose de instinto maternal), y las visitas porque a nadie le gusta hacer nada ante la mirada amenazante de una hembra Beagle y sus apestosos críos.

Lo que más sentí fue no poder ir a la reunión de reencuentro de mis compañeros del colegio. Leeloo comenzó labores de parto en la tarde de ese sábado, y Bibiana fue muy elocuente en explicar por qué tenía las manos llenas con el cuidado de su propia camada y por tanto no podía hacerse cargo de la nueva. Por supuesto que los benditos perros no nacieron esa noche, sino que Leeloo se limitó a jadear y gemir cada vez que tenía una contracción. (Y, claro, siendo yo quién soy, no pude dejar de imaginarme clases de Lamaze para perros, y de entristecerme al caer en cuenta de que probablemente ese servicio que exista aquí en Bogotá y haya bastante gente dispuesta a pagar por él.) No fue sino hasta la noche siguiente que empezaron a nacer.

El parto es la peor parte. (¿No hay una zarzuela con este nombre? Pues debería) Primero porque es bastante repulsivo; como la pulcritud del nido es vital para unos cachorritos recién nacidos y bajos de defensas, el instinto de Leeloo la lleva a limpiar de la única manera que tiene a la mano: comiéndose todos los residuos del parto que tengan menos de cuatro patas. Y, sí, eso incluye placenta, líquido amniótico, y mecomio. Durante esas cuatro horas el baño (supongo que el apartamento también, pero a esas horas mis traumatizadas fosas nasales ya eran incapaces de distinguir entre agua de rosas y agua de rosas salpicada en axila francesa) quedó impregnado de un olor a sangre que me hizo sentir en el set de filmación de "Matanza en Texas".

Aunque estábamos esperando cinco cachorros, según el pronóstico de la ecografía, solamente nacieron cuatro. Y sólo podremos saber si fueron buenas noticias dentro de un mes, cuando se defina si se trata de cachorros puros, que procederemos a vender inmediatamente, o mestizos melenudos, que seguramente sólo serán recibidos después de generosas dosis de ruegos.

La menor de la camada, una hembra, pareció venir con graves problemas de hardware: no podía mover las paticas delanteras ni mantener la cabeza erguida. Ésa noche, sin embargo, Bibiana y yo estuvimos muy pendientes de ella para asegurarnos que pudiera alimentarse adecuadamente (tarea que implicaba acomodarla frente al pezón de Leeloo y abrirle la boca), y no muriera de frío.

Todos los cachorritos pasaron bien la noche, sin embargo pese a nuestros esfuerzos a la menor murió a media mañana. Fue una suerte que Alejandro estuviera en el colegio a esa hora, porque no me sentía de ánimos para una explicación acerca de la muerte. (Siento tal aversión por el tema que aún en los juegos de Playstation me esfuerzo por asegurarle que los muñequitos que desaparecen de la pantalla están simplemente desmayados. Estoy seguro de que él entiende que es un tema personal mío, y debe por tanto estar convencido de que su viejo es una nena. No está equivocado.) En realidad no nos tomó por sorpresa a Bibiana o a mí, aunque ninguno de los dos había mencionado sus temores al respecto, para no preocupar al otro.

La que sí nos tomó por sorpresa, aunque conociendo los antecedentes no debería haberlo hecho, fue la muerte del segundo cachorrito, a los dos días de nacidos. Irónicamente, era el más gordito y saludable. De hecho, posiblemente ésa fue la principal causa de su muerte, porque parece que Leeloo (quien aparentemente sólo tiene suficiente instinto maternal para las labores repulsivas), se le sentó encima y lo asfixió. Sobre los otros también se ha sentado continuamente, pero esos como son delgaditos se le escapan por un resquicio. La vez pasada, la torpe esa le había hecho algo muy parecido a otro de sus cachorros: lo pisó, y le colapsó un pulmón.

Desde entonces, Bibi y yo nos hemos turnado para vigilar que no se repita el accidente, y de hecho en bastantes oportunidades hemos debido sacar alguno de los hijitos de abajo de la perra, que ni se da por enterada. Y, de paso, a recogerlos cuando se caen de la cobija y comienzan a piar desesperadamente y la Leeloo a chillar, impotente. Por un momento acariciamos la idea de tratar de enseñarle a ella a mover sus hijitos con la boca, como hacen todas las perras, pero desistimos de pensar que la muy torpe resultaría desnucándolos.

Estas labores de vigilancia deberán prolongarse posiblemente hasta a la última semana de Diciembre o la primera de Enero. Vaya una manera de pasar las fiestas (para no hablar de mi cumpleaños y el de Juan Pablo), trasnochados todo el tiempo pero no por rumbear.

Por eso aún no he ido a Andino, ni al Parque de la 93, ni a Usaquén, ni a Monserrate en estas fiestas. Así que si nos cruzamos, no nos pregunte, como es la usanza, si hemos visto monumentos. Porque se arriesga a que Bibi o yo le contestemos con un ladrido y un mordisco, que es nuestra manera de explicar que no, que este año sólo hemos visto perros.


[1] Es decir que mi vida es como la ranchera Niña Bonita, sólo que al revés

[2] Este es un chiste lo bastante viejo como para que yo lo considere parte del dominio público. Sin embargo, en el improbable caso de que alguien no lo conozca y quiera leerlo, pese a conocer ya la última línea, helo aquí:

Una mujer va a ver al siquiatra, y cuando el doctor le pregunta el motivo de la visita, ella contesta

-Tengo un grave problema doctor, no puedo ver un hombre joven sin acostarme con él. Por ejemplo, en lo que va de la mañana me ha acostado con el lechero, el cartero, el jardinero, un policía de tránsito que me paró a pedirme los papeles, un transeúnte alquiler de indicaciones para llegar a su edificio, el portero del edificio y el paciente que está en la sala de espera.

-Pero señora- balbuceó el doctor, horrorizado-, ¿está usted loca?

-Pues es lo que yo digo doctor, pero mi marido dice que soy una zorra.

(Risas)

[3] La primera vez que escuché la descripción de esta técnica, no me expliqué cómo habría habido algún perro que quisiera montar a Leeloo a través de una reja, por lo incómodo de la posición. Sin embargo, siendo un usuario versado aún en los callejones más sórdidos de Internet, tuve que aceptar que el escenario es más verosímil que algunos cuya descripción he leído, y aún he visto en fotos. Sólo me queda por resolver una duda: ¿nadie se dio cuenta que Leeloo se ponía ropa interior de cuero con taches y una cachucha de sargento de la SS?