Tuesday, June 03, 2008

Síndrome de Ulises 4: Sir Vilson Contra la Labor

o
De cómo un colombiano gordito y sedentario ayudó a trastearse a 64 amigos

En retrospectiva, no estoy seguro de por qué acepté. Técnicamente aún trabajaba para The Personnel Department, la empresa de empleos temporales en la que me había alistado (ver entrada anterior), pero para entonces ya sabía que sólo iba a ser cuestión de tiempo empezar en mi nuevo y más prestigioso empleo: tres días si escogía EnCana, dos semanas si escogía BP. Así que cuando mi jefa llamó a ofrecerme un día de "Labour" (Utilizada como sinónimo no de Trabajo honesto, sino de Partirse el espinazo haciendo ejercicio físico) debí simplemente haberla mandado a paseo, si me sentía valiente, o más bien, dado que la última vez en mi vida que me sentí valiente El Fibra me rompió el tabique, decirle que tenía una vuelta urgente e inaplazable justo a esa hora.

Pero no lo hice. En vez de eso escuché con atención la descripción de la tarea (En el Hotel Coast Plaza van a renovar las habitaciones, y necesitan alguien que los ayude por uno o dos días. Pero mira la ventaja, no tienes que vestirte elegante para esa tarea[1]) y me sentí un duro negociante al aceptar tan sólo un día.

El Hotel Coast Plaza queda en la parte Noreste de Calgary, que puede argumentarse es la zona más fea de la ciudad, y está cerca del aeropuerto (siendo Bogotano cuando pienso en "Hoteles cerca del Aeropuerto" la imagen que viene a mi cabeza es "Coconito" más que "Forte Capital", así que sentí algo de curiosidad morbosa, lo que hasta cierto punto influyó en mi decisión de aceptar), sin embargo aparte de ser algo viejo no tiene ningún problema que salte a la vista (se imaginarán mi decepción). Es uno de esos hoteles viejos y más anchos que altos que en mi mente siempre están asociados a nobleza venida a menos. El lobby estaba bastante bien cuidado, hasta lujoso, pero de antemano podía imaginarme sus pasillos: el alfombrado, mullido y opulento en una época estaría algo raído, el papel de colgadura, descolorido, la iluminación sería rancia y amarillenta, en todo caso insuficiente, y tendría un olor a viejo muy cerca del límite de lo desagradable (aunque quizá del otro lado).

En este caso, acababan de renovar el piso 6 (de donde deduzco que en algún supermercado especializado deben vender aromatizador con esencia de hotel viejo, porque olía igualito a uno que no se hubiera renovado en lustros), y nuestra misión consistía en reemplazar los antiquísimos colchones por unos nuevos. Cuando llegué al piso 6, encontré que al menos la cuarta parte del trabajo ya estaba terminada, y que todas las cajas de resortes (el paradigma de las camas canuk fue nuevo para mí: aún las camas matrimoniales consisten de una especie de soporte metállico, como un catre, encima de ello una

Box Spring que, como su nombre lo indica, es una caja de madera con muchos resortes en su interior, y que hace las veces de tablas de la cama, y encima el colchón propiamente dicho.) estaban colocadas frente a los cuartos, como soldaditos esperando inspección. Ahora, escuchar hablar de 32 colchones que hay que mover es muy distinto de verlos uno junto a otro esperando ser transportados, y esa fue la primera vez que cuestioné la cordura de mi decisión.

Sin embargo, recordando el cliché aquel de que lo más difícil de cualquier tarea es empezar, lo racionalicé pensando que mover un colchón es más o menos el favor que uno haría para un amigo que se estuviera trasteando (al menos las veces en que no pueda uno encontrar una excusa convincente para sacar el cuerpo sin quedar como un zapato). En este caso, estábamos hablando de 32 colchones tamaño Queen, así que era más como ayudar a 64 amigos (Estoy partiendo de la suposición que en cada caso se trata de una pareja de amigos casados. Por principio, no ayudaría a trastear su cama a ningún soltero cuya agitada vida social le exija contar con una cama Queen Size, viendo que durante mi época de soltería yo me las arreglé adecuadamente con una semidoble).

Repetir el proceso 64 veces me dio tiempo para contemplar una gran cantidad de temas. En particular, a partir de la cuarta iteración, una enorme gratitud porque:

Los colchones, es decir la parte de la cama que me correspondía mover que había tenido un contacto más directo con la anatomía de los clientes, ya habían sido sacados del edificio, y

El Coast Plaza, contrario a mi primer presentimiento, hubiera resultado no ser un Motel. Viendo las pintorescas manchas de algunas de las cajas de resortes me daban escalofríos de pensar en lo que me habría encontrado si lo hubiera sido.

Pese a que contábamos con un carrito para ayudarnos con la carga, los pasillos eran algo angostos, así que a fin de cuentas resultó menos engorroso simplemente cargar a mano todo entre el ascensor y las habitaciones. Como empezamos con los cuartos más cercanos al hall, el recorrido se hacía progresivamente más largo a medida que el trabajo avanzaba. Y como el cansancio también aumentaba, la imagen del pasillo comenzó a hacerse más ominosa con cada viaje, hasta el punto que para media tarde ya me sentía identificado con Danny Torrance en The Shining (si nunca vieron la película, aquí está la escena en cuestión, bendito sea YouTube. Es desde el segundo 25, más o menos).

Después de pasar todo el día acarreando pesados colchones, uno pensaría que lo más lastimado serían los músculos de los brazos y piernas, y posiblemente la espalda. Lamento informarles que no fue así en este caso, sino que el mayor trauma lo recibió mi glándula pituitaria. (Por si no estaban poniendo atención en biología de 3ro Bachillerato, u octavo grado, una de sus funciones es olfatoria.)

Detrás de las puertas que restringen la entrada del personal no autorizado en los hoteles, bares y restaurantes, existe un submundo oscuro y repulsivo, desconocido para los clientes más afortunados. Llámese esnobismo, discriminación o simple pereza, esa puerta da al personal una licencia para establecer un estándar sensorial notablemente distinto en cada lado, de hecho cuando por algún motivo los restaurantes cuentan con una cocina particularmente presentable, la exhiben como una medalla al mérito (ver el caso de El Corral, en Colombia). Aún en aquellos sitios, como este, en los que no salta a la vista ningún riesgo evidente contra la salud pública (por ejemplo un populoso nido de cucarachas en la alacena, como me encontré hace casi veinte años en mi primer trabajo remunerado, en la Taberna Internacional), el espectáculo no será nada agradable.

En este caso, una vez salíamos del ascensor esgrimiendo pedazos de cama, entrábamos a la cocina por una de esas puertecillas mágicas, y debíamos recorrer un largo pasillo (ahora que lo pienso bastante similar al que se muestra en los primeros 25 segundos del mismo clip de El Resplandor que mostré más arriba... y el lobby también tenía ese aire del Hotel Overlook. Creo que si mis caminos vuelven a llevarme al Coast Plaza Hotel buscaré con mucho cuidado una foto vieja de Jack Nicholson [2]) hasta salir al patio trasero, donde el camión nos esperaba parqueado junto al container de las basuras.

Era martes en la mañana después de un fin de semana largo (los canadienses tienen casi tantos lunes de fiesta como los colombianos, lo cual fue una agradable sorpresa), y en el pasillo quedaban los restos de las fiestas del domingo: platos de pasabocas medio vacíos, docena y docenas de vasos sucios, y una que otra olla. Los efluvios eran tan espesos, que pensé que iba a necesitar un machete para abrirme camino a través de ellos. Es más, la única razón por la que no llegué a casa impregnado del nauseabundo aroma del Bloody Mary rancio es que el olor a basura asoleada que escaba por las grietas del container era mucho más penetrante. Ah, y al lado del container de la basura general había uno más pequeño, destinado a almacenar exclusivamente residuos de grasa y aceite orgánicos, y que, a juzgar por su aspecto, estaba lleno a reventar con los restos de todos los huevos con jamón, costillitas BarbQ o churrascos del fin de semana. (Nunca había caido en cuenta de lo repugnante que es Fight Club, y lo desagradable como ser humano que debe ser Chuck Palahniuk, para inventarse esas porquerías)

Durante los primeros dos o tres viajes pensé que no iba a ser capaz de continuar, a causa del olor. Sin embargo, en algún lado leí que nuestro olfato se acostumbra muy rápidamente a cualquier olor, por repugnante que sea, y deja de registrarlo al cabo de treinta segundos. Lo cual tiene sentido, pues de lo contrario los beduinos (quienes no pueden desperdiciar la poquita agua que encuentran en el desierto en frivolidades como bañarse el trasero), los esquimales (quienes durante los inviernos duros a veces deben untarse grasa de foca[3] en la piel debajo de cuatro o cinco capas de ropa), o los franceses (quienes son desaseados sin una excusa concluyente) habrían dejado de reproducirse hace varios siglos. Así que a media mañana yo sabía que el sitio apestaba, y que yo probablemente también lo hacía, pero esto era un dato más, que yo almacené en mi mente junto las estadísticas sobre el SIDA, y continué con mi trabajo[4].

Puede que no esté seguro de los motivos que me impulsaron a aceptar el trabajo, sin embargo sí sé por qué no lo dejé botado en mitad del día. No fue por temor a que no me volvieran a contratar del Personnel Department, el orgullo personal de no rendirme ante un reto aparentemente muy grande, o el orgullo profesional de no dejar un trabajo a medias. Aunque hubo algo de todo aquello, lo que realmente me permitió salir adelante fue el mantra de Esto lo voy a poner en el blog que repetía incesantemente cuando me sentía a punto de rendirme.

Así que fue obvio que, cuando Jen me llamó a pedirme que regresara el día siguiente, puesto que todos habían quedado muy impresionados por el buen trabajo que había hecho, me negué educadamente.

Una entrada sobre este tema es más que suficiente.



[1] Con tan sólo tres conversaciones, Jen se había dado cuenta lo mucho que odio el traje y corbata

[2] No hay ningún clip que sirva si no entendió la referencia; más bien vea la película, es buena

[3] O, como la llamo yo, focking grasa

[4] Me permito aquí una reflexión mojigata y probablemente repetida sobre la desensitivización que tiene la ubicuidad de los medios. Es cierto que las imágenes sobre la crisis en Myanmar, o el terremoto en Asia, llevaron a la acción a mucha gente, pero me atrevo a adivinar que aquellos que actuaron lo hicieron apenas se enteraron del problema y de cómo podrían ayudar. Me temo que las consecuentes repeticiones de las mismas imágenes, con los mismos comentarios grandilocuentes de los periodistas pomposos tan sólo sirvieron para que aquellos menos generosos de nosotros nos habituáramos a la situación, y convirtiéramos esa tragedia en una idea anodina que da vueltas por nuestra mente sin ninguna consecuencia