Thursday, December 18, 2008

Sir Vilson, el Incompleto


No soy fan de la anestesia general. De las seis ocasiones en que he sido anestesiado, en tres he despertado con mi anatomía disminuida, en una tuve una penosa recuperación de quince días, y en las otras dos, fui abusado con cámaras de video por sendos extremos de mi aparato digestivo [1] (No al mismo tiempo, téngase en cuenta, que yo sepa nadie podría someterse a una endoscopia y una colonoscopia simultáneas, salvo, tal vez, Ilona Staller).

En aras de mantener este blog estrictamente PG-13, pienso discutir solamente las partes que incluyan mutilaciones sangrientas, eludiendo las más evidentes alusiones sexuales.

La primera intervención a la que me sometí fue la varicocelectomía izquierda. Varicocele, o venas varicosas testiculares, son venitas que se hinchan alrededor del testículo, envolviéndolo en un capullo. Por más cómodo y cariñoso que eso suene, es realmente maluco, ya que ese colchón venoso sube la temperatura del escroto, y puede fastidiar la capacidad de los testículos para producir espermatozoides. Y todos sabemos que la función secundaria de los testículos es producir espermatozoides. (La principal es ser pateados por los cochinos malvivientes en las peleas colegiales lo que, a su vez, produce varicocele.)

No sé qué clase de muchachitos asistían al jardín de infantes conmigo, pero yo tuve varicocele desde que tengo memoria. Hasta tal punto que solamente decidí tomar acción al respecto cuando me enteré de los nocivos efectos del Calentamiento Hueval, que acabo de describir. El doctor que finalmente ordenó la cirugía me explicó que los varicoceles se clasificaban por grados según su severidad. El mío, un amasijo de venas que envolvía totalmente el testículo izquierdo y era posiblemente más voluminoso que éste, alcanzó a calificar para grado 3, que es el máximo.

–¿Y usted nunca se dio cuenta que tenía algo ahí?–me preguntó severamente al concluir el examen.

En aquella época, incluso más que ahora, era importante para mí dar una respuesta ingeniosa, aún a costa de mí mismo:

–Pues la verdad, doctor, yo pensaba que sencillamente era medio huevón.

Esa primera intervención salió bastante bien, pese a ser una flagrante violación al principio pitagórico de “mantener las cosas afiladas lo más lejos posible de las pelotas”. Es más, entiendo que a gente más valiente que yo, suelen hacérsela con anestesia local. Pero yo no le halé a eso. Estar despierto mientras a uno le tasajean sus genitales es bastante malo pero, ¿escuchar los comentarios, o peor, la risa burlona de alguna enfermera? Eso puede causar traumas irreparables.

Al final, la intervención fue ambulatoria, y al cabo de uno o dos días de descanso, estaba caminando normalmente. Bueno, quizá con un leve aire a John Wayne por un par de semanas, pero no más.

La segunda vez que fui generalmente anestesiado, fue para reparar los daños que El Fibra había hecho a mi tabique nasal diez años atrás [2]. ¿Por qué tardé diez años en arreglarme el tabique? En mi familia, la medicina era un producto de lujo. Uno iba al médico cuando estaba enfermo y, si podía caminar, evidentemente no estaba enfermo. Esta ética me acompañó durante toda la universidad y sólo cuando empecé a trabajar me enteré que los dermatólogos podían curar dolencias como el acné y la caspa, y no solamente la lepra.

Esta fue, de lejos, la peor recuperación. Estuve tres días hospitalizado, y tuve un par de descomunales placas de plástico metidas en la nariz por dos semanas. Los cornetes me dolieron por una semana entera. Los puntos internos de la nariz tardaron más de un mes en cerrase, y durante ese tiempo el aire que respiraba estaba enriquecido con coágulos microscópicos [3].
En fin, en esa época comencé a sentir una enorme admiración por el estoicismo con que las mujeres soportan los más brutales procedimientos sólo en nombre de la estética [4].

La tercera vez, perdí mi vesícula biliar. Esta es la intervención que más me molesta porque creo que habría podido evitarse con relativa facilidad. La dolencia que resultó en esa operación empezó más o menos tres años antes, cuando tuve que ir a urgencias por un terrible dolor abdominal. En Urgencias de la Clinica Santa Fé me atendió uno de esos estudiantes de medicina que a duras penas se merecen que llamen “doctor”.

–Ese dolor puede ser el apéndice. O puede ser el hígado. Aunque no descarto el páncreas, ni…–y a continuación, procedió a hacer una lista extensa de mis asaduras, de la que la vesícula biliar se hallaba conspicuamente ausente. Yo, que en esa época no le pedía una segunda opinión a Wikipedia, estaba pendiente de sus palabras.

Al final, el hideputa diagnosticó “gastritis”, de modo que a partir de ese momento, las dos o tres veces que resulté en Urgencias por el dolor, su fatídico diagnóstico inicial [5] sesgaba a los que me atendían, así que nunca buscaron nada más. Solamente la última vez, ante el dolor tan intenso que aparentemente no se ajustaba a la sintomatología de la gastritis, al residente de turno se le ocurrió pedir una ecografía y descubrió que mi vesícula biliar tenía la forma y tamaño de una bola de voleyball. Entonces, sabiendo que esa es una enfermedad dolorosa, el doctor finalmente se convenció de que mis quejas eran sinceras (increíble que una simple ecografía haya sido más convincente que dos horas de súplicas y lágrimas ininterrumpidas), y me prescribió morfina.

Es la única vez que me han inyectado morfina. Y debo de decir que ¡vaya!... Por un tiempo estuve pensando en sembrar un jardincito de amapolas en unas macetitas del apartamento, ¡Qué droga tan dura!... Recuerdo claramente la sensación: apenas desocuparon la jeringa dentro de mi suero intravenoso, sentí adormecerse absolutamente todo mi cuerpo. Excepto la vesícula, que siguió doliendo endiabladamente. Me dormí pensando “Esto no puede ser…”.

Aparentemente el órgano de marras estaba ya más allá de toda salvación, porque medio me reanimaron para que firmara un formato de consentimiento médico [6], y la siguiente vez que me desperté, ya no tenía vesícula.

La última anestesia, hasta ahora, la recibí hace ocho días, aquí en Canadá, por una apendicitis. Hacerle justicia al cuento haría esta entrada insoportablemente larga, así que, esta historia continuará.




[1] Tengo una pequeña apuesta con mi esposa. Ella dice que esa frase es innecesariamente confusa, y que nadie va a entender lo que quise decir. Yo opino que un lector habitual de mi blog estará acostumbrado a mi estilo, por un lado, y no tendrá problema en saber que la frase anterior es sinónimo de “fui abusado con una cámara de video por cada uno de los extremos de mi aparato digestivo, a saber la boca y el ano”. Si quieren, ayúdenme a definirla en los comentarios.
[2] Les debo esa historia.
[3] O al menos eso me imagino.
[4] Dicha admiración aumentó gradualmente después del parto de mi esposa, pero se multiplicó muchas veces cuando me depilé la espalda con cera.
[5] Que yo, estúpidamente, les informaba cada vez.
[6] Que los autorizaba, en esencia, para hacer con mis tripas lo que les viniera en gana.

Friday, December 05, 2008

Ni Fueron Felices, Ni Comieron Perdices


"Su problema" me dijo severamente el profesor, luego de estudiar por un rato más de una docena de cuentos, párrafos, ensayos y otros escritos que yo había empezado como asignaciones para mi curso de guión, y que se hallaban en diversos grados de completitud, "es que usted tiene problemas terminando sus escritos". O mejor dicho, eso me escribió, ya que el curso de guión en el que me encuentro inscrito es en línea, dictado por la Sociedad Argentina de Escritores, y mis asignaciones no se encontraban amontonadas en cuadernillos o páginas sueltas, sino que se trataba de correos electrónicos sin orden aparente en su Inbox. O mejor dicho, eso me habría escrito de haberle yo enviado todas aquellas tareas que empecé y dejé a medias, pues en realidad sólo iba enviando los ejercicios a medida que los concluía. Las notas sobre lo que envié si eran buenas, pero promediando la cantidad de ejercicios que no hice llegar, creo que la calificación global será "Deficiente".

Pero eso es algo que no necesito que nadie me diga. Mi mayor problema siempre ha sido concluir los relatos. De hecho, si no tenemos en cuenta aquello que he escrito como tarea para este y otros cursos de escritura, solamente he terminado aquellos en los que pensé el primero el final. Salvo dos excepciones: aquel cuento que escribí como secuela de "El Señor de las Serpientes" (que hasta el momento, creo, puede considerarse como mi mejor obra terminada), en el que no tuve idea del final hasta que lo escribí, y uno cuyo final aún tengo en la cabeza pero que dejé de escribir cuando extravié al menos treinta páginas del principio [1].

El hecho de que mi trabajo (mi trabajo real, por aquel que me pagan) no sea precisamente la escritura no me facilita las cosas, por supuesto. Como tampoco lo hace el ser incapaz de urdir o contar historias cortas [2]. Combinar esos factores con mi dificultad para los finales genera una situación en que gran parte de mis escritos languidece por semanas, meses y años (creo que algunos ya tienen la década) hasta que se marchitan [3].

Ahora que lo pienso, creo la longitud de mis escritos y mis problemas con los finales pueden compartir causas: mi tendencia a la divagación [4], mi búsqueda constante por la originalidad [5], mi predilección por las ideas complejas y, sobre todo, mi narcisismo. Se dice que Ernest Hemingway ganó una vez una apuesta (o un concurso, eso no está claro porque, por interesante que sea, se trata de una leyenda urbana) por escribir una historia en seis palabras: "En venta. Zapatos de bebé. Sin usar" [6] El truco está, por supuesto, en hacer que el lector sea quien invente la historia que más resuene con él. Las interpretaciones oscilan desde lo más trágico (la obvia siendo la de una llorosa madre vendiendo los zapatos de su hijo muerto como su propia manera de enfrentar el duelo) hasta lo ligero (el padre distraído que compró docenas y docenas de zapatos para su hijo, sólo para darse cuenta que todos le quedaban pequeños). Uno puede argumentar que en ese caso la historia que cada lector imagine será la mejor [7]. Sin embargo, a mí siempre me asaltará la duda: ¿no será que la historia que pensó el autor? Después de todo, él era Hemingway, y yo no. De igual manera, no confío en que un lector vaya a concebir ideas tan sofisticadas, historias tan interesantes y personajes tan multidimensionales como los míos.

Yo sinceramente esperaba que mi curso de guión me iba a ayudar con el tema de los finales. Sin embargo, aunque no lo aceptaba en voz alta, sabía que no iba a existir una varita mágica que me ayudara con ellos de la noche a la mañana. Práctica, práctica, práctica. Ese iba a ser el secreto. Y, ¿qué pasó? Que muchos de los ejercicios, de hechos lo más interesantes, eran aquellos donde el objetivo era escribir una escena que no requería principio ni final. Así que, si bien el número de obras terminadas aumentó, el de las inconclusas también lo hizo, posiblemente en mayor proporción.

Claro que podría echarle la culpa a la vida. Escribir sobre aquello que se conoce, es una de las más básicas máximas sobre el oficio de escritor. Además de un montón de datos inútiles e incomprobables [8], y mi vida, no sé mucho de ningún tema interesante para el parroquiano promedio sobre el que no se haya escrito hasta la saciedad, así que es de esperar que mis escritos la remeden.

Y mi vida, me atrevería a decir que la vida, no es grande en el tema de los finales, tampoco. En general los conflictos no se resuelven, los cabos quedan sueltos, personajes antiguos regresan, los misterios no se explican. Alguien que trabaja toda su vida para alcanzar una meta lo hace y, ¡bam!, encuentra que detrás de esa vienen muchas más: el graduado con honores debe empezar a competir en el mercado laboral, el recién nombrado gerente se encuentra por primera vez con el caótico mundo ejecutivo… Ni siquiera la muerte es un final efectivo. Generalmente no resuelve ninguno de los conflictos, sino que los origina, como en el caso de los interminables juicios de sucesión. Y en los pocos casos en los que lo hace, es de una manera tan abrupta e insatisfactoria que uno se queda con un saborcillo de Deus Est Machina. No debe causar sorpresa, entonces, que mis propios personajes deambulen sin rumbo por páginas y páginas, acercándose imperceptiblemente a su destino.

Es de esperarse, por supuesto, que a fuerza de práctica y conocimiento de la vida, eventualmente llegaré a ser experto en finalizar lo que escribo. Pero, sobre todo por esto último, me temo que para cuando lo haga será un poco tarde.




[1] Claro está que ello ocurrió hace mucho tiempo, cuando todavía escribía a mano en cuadernos cuadriculados para aprovechar mejor cada página, más de dos décadas antes de mi actual paranoia de tres backups distintos.
[2] Una de las obras en que estoy trabajando, en la que llevo escritas unas sesenta páginas que estimo corresponden al 25% del total, surprise surprise, la empecé tratando de participar en el concurso de las mil palabras de El Malpensante. Y, honestamente, pensé que podría escribir el cuento en una página
[3] Por si les interesa saber, inicialmente veo los personajes como gente de carne y hueso. Al cabo de un tiempo se convierten en modelos de animación 3D. Luego paso a verlos como figuras de Anime. Cuando, continuando con la progresión, empiezo a verlos como personajes de South Park o, peor, el Dr. Katz, generalmente abandono
[4] A veces creo que las notas de pie de página se inventaron expresamente para mi uso personal
[5] Que no por infructuosa deja de ser obsesiva.
[6] For sale, baby shoes, never worn. Seis palabras en ingles, si usted es de aquellos compulsivos que las contó.
[7] Un hecho bien sabido, a fuerza de repetirlo, es que las mejores películas de terror son aquellas que no nos muestran el monstruo. Pero por mucho que esto sea un lugar común, no deja también de ser cierto. Para comprobarlo, basta ver Tesis y compararla con 8 MM.
[8] Pero sobre todo muy difíciles de incorporar naturalidad en un escrito, como el hecho de que el onomatopeya chino para el graznido de un pato no es “cuac” ni “qwack” sino “awk””