Wednesday, July 09, 2008

La importancia de ser Fernando

[1]

En mi familia siempre mostraron una preferencia por mi segundo nombre, y me llamaban Fernando. Desde muy pequeño, pues, estuve acostumbrado a responder principalmente por los diminutivos Ferdinando, Fercho y Ferchito. No recuerdo de esa época haber sido consciente de haberme llamado diferente. El primer conflicto vino cuando entré al primer colegio "grande", es decir con más de un curso por nivel, en segundo de primaria. La profesora leyó los documentos y me llamó Wilson, venga, traiga sus cosas para acá. Yo me sentí rarísimo pero, tímido y fuera de mi elemento, no tuve el valor de contarle que en realidad no me llamaba así.

Dentro de mi mente, mi vida escolar sólo comienza cuando llegué a cuarto de primaria, en el Colegio Agustiniano Norte. Los primeros tres años los pasé en colegios de barrio (el colegio CaNaPro, para hijos de profesores estatales, estuvo ahí metido en la mezcla en algún momento), nada memorables, de los que recuerdo tan sólo lo poco estimulantes académicamente que eran. Ante mis preguntas sobre los dioses egipcios[2] respondían con evasivas, y me explicaban que ese tema se veía en bachillerato. No tengo claro cómo me llamaban en esos colegios, aunque probablemente era algo así como El Gordito Llorón Que Se La Pasa Preguntando Huevonadas.

En el Agustiano Norte no existió ningún conflicto de nomenclatura, ya que allá fui sencillamente Torres. Fue el único colegio masculino en el que estudié, pero tengo entendido que es una práctica común en ellos. Me imagino que la lógica detrás de esa costumbre (que me puso en la desagradable situación de descubrir, al llamar a algún compañero para alguna tarea, que en su casa los cuatro hermanos que estudiaban en el Agustiniano se apellidaban igual) es que saberse el nombre de pila de alguien con quien uno se ve todos los días es medio maricón.

Y ninguna costumbre tan descaradamente afeminada se soportaría en la varonil institución que es un colegio de curas (a mí no me pasó nada, o bloqueé las memorias, pero a riesgo de que sea un cliché debo decir que sí circulaban historias sobre algunos de los confesores que pedían detalles gráficos sobre los pecados de carne de los criaturos de cuarto y quinto de primaria).

En bachillerato llegué al Colegio Cafam, donde se preocupaban, entre otras cosas, por los nombres de sus alumnos. Así que volvió la dicotomía. Varios hechos se confabularon entonces para modificar para siempre mi identidad. El primero, fue la literalidad de los maestros: al leer la lista de alumnos, concluían que yo debía ser Wilson, o a lo sumo Wilson Fernando, en lugar de simplemente Fernando. Y esta vez eran docenas de ellos. ¿Cómo iba un muchachito con un saludable (está bien, está bien, quizá enfermizo) respeto a la autoridad oponerse a todos aquellos adultos que lo rebautizaban? Pero además, para entonces había encontrado que 'Wilson" tenía un timbre más cosmopolita, como Ironside, BJ McKay o Superman. Y, por si fuera poco, al escuchar mi primer nombre los niños solían exclamar, haciendo alusión a Daniel el Travieso: ¡El Señor Wilson! lo que en mi infantil mente era como el primer paso para ser famoso. Así fue como, poco a poco, cediendo a la presión de grupo y mis propias inseguridades, dejé de ser Fernando para convertirme en Wilson.

Mi nuevo nombre me sirvió fiel y adecuadamente durante todo el bachillerato y la Universidad. Allí ni siquiera desentonó entre los tantos John, Harvey y hasta Robinson, con los que estudié. A lo sumo me molestaba de cuando en cuando por la gente que se rehusaba a entender que “William” y “Wilson” son dos nombres distintos o, mucho peor, cuando escribían mi nombre con elle. Y una que otra muchacha que se extrañaba que prefiriera mi primer nombre al segundo, mucho más sonoro y agradable. Y mi familia, por supuesto, para quienes yo seguía siendo Fernando, que nunca entendió del todo aquello del cambio de nombre, y sospechaban, creo, algún motivo ulterior.

Sólo cuando empecé a trabajar en una multinacional se presentaron algunos inconveniente, ninguno de ellos insalvable, pero que sí me pusieron a pensar en lo peculiar que podía ser esa mezcla de nombres. Estaban aquellos que consideraban que yo debía tener ascendencia sajona, y hablaban como lo harían con un nativo de New York, lo que me forzaba a estar pidiendo explicaciones continuamente. O, sobre todo, aquellos que, sabiendo que “Wilson” era un apellido me bautizaban “Torres”[3].

A mí el clasismo, enfermedad congénita de los colombianos, me entró tarde en la vida. Cuando vivía solo, una de mis amigas, la persona más gomela[4] que había visto hasta entonces, me hizo notar que eso de mezclar nombres anglosajones con nombres latinos era medio ñero[5]. Y que, por si fuera poco, dentro de los nombres sajones el nombre Wilson gozaba de mala reputación. ¿Acaso no me había dado cuenta que ese era un nombre de celador?

Como en ese momento yo le estaba arrastrando el ala a la muchacha en cuestión, la realización de que nuestra relación jamás llegaría a pasar de mi nombre de pila (sí, era así de vacía, pero estaba buenísima) me hizo, por primera vez, lamentar la combinación. Y además empecé por primera vez a fijarme en los tocayos. ¿Les ha pasado, por ejemplo, que apenas ustedes se compran un carro rojo comienzan a darse cuenta que parece haber un porcentaje mayor de carros de ese color que de otros? En realidad es un tema de percepción. Cuando su carro era verde, a usted le importaban un pepino los carros rojos y sólo cuando se volvían un tema importante para usted empezaba a percibirlos. Pues más o menos eso me pasó con el tema del nombre. Si antes no me fijaba en el tema, apenas empecé a hacerlo, con la idea de comprobar la teoría de mi amiga, no pude menos que comprobarla.

Aunque la muestra fue lo bastante limitada como para no ser estadísticamente concluyente, he aquí los resultados:

Ocupaciones

Llamados “Wilson”

Llamados
“Wilson Fernando”

Glamorosas

Consultores

0

0

Gerentes de Multinacional

0

0

Corredores de Bolsa

0

0

Actores de Hollywood

0

0

Cantantes de Rock & Pop

0

0

Escritores Laureados

0

0

Perros[6]

1

1

No Glamorosas

Celadores

6

2

Guardaespaldas

1

1

Conductores de Bus

1

1

Vendedores

1

0

Ingenieros

1

0

Cantantes de Salsa

1

0

Actores de Películas “B” Mexicanas[7]

1

0

Médicos

1

0

Debo aceptar que esta tabla es mucho más extensa que la que compilé inicialmente, y que de hecho posiblemente esté un poco sesgada. El caso es que el tiempo siguió pasando, y además de casarme (por suerte no todas encontraban repelente la mezcla de nombres) decidí emigrar para Canadá. Al menos allí, me dije, el nombre “Wilson” no les parecerá raro.

No sé qué me hizo pensar eso, habiendo trabajado tantos años en BP. Es decir, en efecto el nombre Wilson no les parece raro, pero tanto Wilson Fernando como Wilson Torres les resultan incomprensibles, aún más que a los Colombianos, que no se arredran ante un “John Jairo”, un “Juan Harvey” o una “Paulette Liliana”. Así que cada vez que daba mi nombre, escuchaba la incredulidad en la voz de mi interlocutor, y debía empezar casi de inmediato a deletrearlo. (Hasta tal punto que empecé a presentarme como Wilson As-in-the-Tennis-Balls Torres)

Así que lo decidí: aprovechando esta única oportunidad de reinventarme, dejaría de ser “Wilson” para regresar al simple “Fernando” de mis años de niñez y empecé a presentarme como "Fernando". Y, en efecto, en esta cultura Canadiense donde dos de cada tres transeúntes son inmigrantes (si les interesa la estadística, de los inmigrantes, cuatro de diez son chinos o coreanos), y si nos remontamos a una generación atrás, ocho de cada diez, Fernando Torres genera muchas menos cejas levantadas que Wilson Torres.

Sin embargo, hubo dos problemas logísticos con este plan. Primero, desacostumbrado al nombre, en algunos sitios me presenté (y, lo que es más importante, diligencié documentos) como Wilson y en otros como Fernando. Y, por supuesto, prontamente olvidé en cuál hice qué. Esto no será un problema para establecimientos que uso continuamente como Blockbuster o Walmart, pero puede resultar incómodo en otras circunstancias. Por ejemplo, no recuerdo cuál es mi nombre para los del banco, lo que va a hacer que el primer problema que tenga con ellos sea particularmente traumático.

Segundo, en algunos sitios no les importa cómo me llamo sino cuál es mi primer nombre. Es decir que, preferencias o no, mi nombre para ellos es "Wilson" o, a lo sumo, "Wilson F". Lo que significa que eventualmente, voy a resultar con que en mi billetera tendré algunos documentos que me identifican como "Wilson", otros como "Fernando" y los últimos como "Wilson Fernando". Me pregunto si al policía de tránsito que me detenga en algún momento el detalle le parecerá simpático y pintoresco, o, combinado con mi nacionalidad colombiana, sospechoso y siniestro.

La única solución que se me ocurre es comenzar a firmar como W. Fernando Torres. Eso me garantizará una vez más miradas de confusión, porque los gringos y los canuks entienden el tema de los dos nombres (Lee Harvey Oswald, Martin Luther King, Priscila Ann Presley), o el de la inicial del segundo nombre (James T. Kirk, Homer J. Simpson, George W. Bush) pero, ¿la Primera inicial y el segundo nombre? Eso es, como diría yo, buscar lo que a uno no se le ha perdido.

Sin embargo ya tengo una respuesta preparada para la primera expresión de sorpresa que se cruce con mi nuevo alter ego: W. Fernando Torres… you know, like M. Night Shyamalan.



[1] Y aquí aprovecho para, en uno de esos comentarios petulantes por los que la gente me ha aprendido a conocer y querer, quejarme de los traductores de Oscar Wilde. Siempre tradujeron el título de The Importance of Being Earnest como La importancia de Llamarse Ernesto. En el original inglés, el autor hace un juego de palabras entre Earnest, sincero, y Ernest, Ernesto, que se pronuncian igual. Es obvio, sin embargo, que este juego de palabras sólo funciona a nivel auditivo, porque las palabras se escriben diferente.

Por la elección del título en español es evidente que los traductores entendieron ese juego de palabras (porque de lo contrario lo habrían titulado La Importancia de Ser Sincero, que es la traducción literal), pero decidieron guardarse ese conocimiento para sí mismos, bien por elitismo o bien por ineptitud. No sé cuál de las dos alternativas me molesta más.

¿Cómo habría resuelto yo el problema, me preguntan? Muy sencillo, habría rebautizado al protagonista y habría titulado la obra como La Importancia de Ser Franco, título que captura en español esa muestra del ingenio de Wilde... (Incidentalmente, esa es la técnica que utilizaron los traductores de la tira cómica Justo y Franco, que se publicaba en El Tiempo. Y fue una decisión excelente, ya que años después vine a darme cuenta que, probablemente ese es el mejor chiste que la tira publicó.)

[2] Sí, yo hablaba de los dioses egipcios en tercero de primaria, dejen de poner esa cara de sorpresa. Creí que ya habíamos establecido apropiadamente que soy un nerd.

[3] Alguna vez, incluso, una tejana medio coqueta y confianzuda me preguntó cuál era el diminutivo. Yo, que ya había visto su foto, estuve a punto de decirle algo como “Tor” o “T” pero por suerte me di cuenta que eso realmente no iba a incrementar las posibilidades de que me encontrara atractivo, o, si por alguna razón lo hacía, no iba a resolver el insalvable obstáculo de la distancia.

[4] Gomelo: Niño bien. Lo que los mexicanos llaman "fresa"

[5] Un lector sagaz habrá adivinado que ñero es antónimo de gomelo. Lo que los mexicanos llaman "naco".

[6] Aunque debo aceptar que este caso no fue precisamente coincidencial. En retaliación, mi gato “Pacho” fue rebautizado como “Pacho Javier Hernando” sólo para morirse un par de meses después, posiblemente por el trauma onomástico.