Monday, July 16, 2007

Memoria de una adicción

Gran parte de la gente no se da cuenta; cuando voy caminando por la calle no se cambian de acera, ni apretan sus bolsos o maletines en un gesto protector, ni buscan refugio junto al Rottwailer más cercano, ni se quedan mirándome fijamente con morbosa curiosidad. Y sin embargo, la triste realidad es que, quizá sin ser tan notoria o peligrosa, al menos para alguien distinto a mí, y sin siquiera encontrarse en un estado muy avanzado, padezco una lamentable y vergonzosa adicción.

Casi todos aquellos los que perciben mi infamante secreto son niños o adolescentes, y los demás, los adultos, invariablemente, como yo, sufren del mal. Pues aunque esta adicción, como todas, presenta señales inconfundibles al ojo experto, si algún otro adulto las percibe en mí, quizá debido a las canas en mis sienes, deducen erróneamente que es mi hijo, no yo, la víctima del flagelo. En ocasiones incluso me hablan, con la empatía de quien desea compartir ese tipo de males familiares, que a veces resulta tan candorosa y conmovedora que soy incapaz de admitir que mi hijo mayor tiene sólo cuatro años, y no vivo con ningún primo adolescente, y que es para mí, , para quien estoy pensando comprar ese control, o ese juego, o ese otro accesorio de Playstation.

Tengo mi adicción casi bajo control. La mayor parte del tiempo el Play[1] (“La otra”, como lo denomina Bibi) permanece inmóvil e ignorado, los controles amontonados de cualquier manera y acumulando polvo. A veces pasan semanas y meses durante los que no lo enciendo ni una sola vez, y soy capaz de entrar una y otra vez al cuarto de TV sin sucumbir a su seductor canto de sirena.

Pero entonces, intempestivamente, sin motivo aparente, lo encenderé de improviso, y el tiempo perderá significado, y quedaré sumido en un trance del que sólo podré emerger dos, o seis, o hasta veinte horas después, con los tendones adoloridos por el RMS (Repetitive Motion Síndrome, o Síndrome de Movimientos Repetitivos), los ojos resecos e irritados, hambriento y, en la mayoría de los casos, trasnochado.

Seguramente, un lector poco versado en el tema de los videojuegos, y en particular de las consolas, pensará que el uso del término “adicción” es una exageración, una expresión literaria, o simplemente una mentira. No podrían estar más equivocados. Tal como puede consultarse en el siguiente artículo de Wikipedia (en inglés).Sé que Wikipedia no es una fuente totalmente veraz y completa pero… ¿qué esperan de un adicto?

Como todas las adicciones, empezó gradualmente: aún recuerdo la fascinación que desde un principio ejercían sobre mí las maquinitas, aún unas tan rudimentarias y simples como Space Invaders o, como las conocíamos en ese entonces, Marcianitos. Aún entonces, el año del señor de 1979, la adicción empezaba a mostrar sus feroces dientes, cuando yo ahorraba semanas enteras para poder ir a jugar un montón de fichas en Uniplay. (¿Cuántos de mis lectores, me pregunto, recuerdan qué es Uniplay?)

Entre todas las posibles adicciones que podría haber adquirido durante mi paso por la Universidad, la de los videojuegos resultó relativamente benigna, supongo, y lo que es más, no todos sus efectos resultaron tan perniciosos como si lo hubiera sido, digamos, al trabajo.

El inglés, por ejemplo. En las ocasiones en que debo exhibir mis capacidades en el idioma, la gente a veces se sorprende, en particular al tomar en cuenta que no me gradué de un colegio bilingüe ni he pasado más de cuatro semanas seguidas en Estados Unidos o Inglaterra. En el colegio nos dieron buenas bases, suelo contestar, algo tímidamente. Porque si bien eso es cierto, también lo es que el 80% de mi inglés lo aprendí durante los 4 semestres que, en la U, jugaba al menos dos horas diarias de Bard’s Tale. Claro que como este era un juego ambientado en un Universo Tolkieniano, mi inglés estaba algo sesgado, y por tanto mi vocabulario incluía más goblins, broadswords, halbards y bucklers que schedules, appointments o brainstorming sessions.

Ahora, Bard’s Tale era una aventura de texto (de vez en cuando pintaban un monigote en la pantalla), así que “jugar” en este caso equivalía a leer párrafos y párrafos de descripciones (en un tipo de letra horrible, incidentalmente), consultando continuamente el diccionario, hasta llegar a las secuencias de acción, en las que uno oprimía un dígito (seleccionado el personaje) y una letra (seleccionando la acción) y luego leía una frasecita que explicaba el desenlace. Ahora encuentro casi inverosímiles los niveles de emoción que alcanzábamos al leer en la pantalla Sir Vilson inflicts 32 points of fire damage to Mad Dog, killing it! Definitivamente, la actividad sólo podría disfrutarla un adicto, nerd por añadidura.

La coordinación mano-ojo también mejoró sobremanera. Claro está que ni antes de mi adicción ni ahora podría dedicarme, por ejemplo, a joyero, pero definitivamente pude percibir una mejora en motricidad fina. Y, lo que es más importante, mis dedos no se congelaron para siempre en un solo set de actividades, lo que me permitió aprender nuevas habilidades tarde en la vida, como mecanografiar con todos los dedos, algunas formas avanzadas de bricolage y, lo más importante, manejar los controles del Play. Lo que es, creo yo, notable en sí mismo: los controles de Playstation tienen doce botones (localizados en varias de las superficies del bicho) y dos palancas (que en distintas ocasiones también pueden funcionar como botones), necesitan ser manejados con las dos manos, y pueden resultar intimidantes para un neófito.

(Aún recuerdo, con cierto orgullo, cuando compré mi consola en un viaje de negocios a Houston. Un compañero de oficina me invitó a comer a su casa y quedarme allí el fin de semana. Cuando sus hijas supieron que yo tenía un Playstation en mi equipaje, decidimos conectarlo al televisor grande. ¡Pero si tú sabes jugar! dijo la mayor con incredulidad Mi papá ni siquiera puede agarrar el control al derecho)

Y tengo al menos un tema en común con niños y adolescentes, lo que es particularmente útil (y con el tiempo sólo lo será más) ahora que, gracias a mi progenie, las visitas de mojoncitos a mi casa se han ido multiplicando. (Aunque en varias ocasiones me he dado cuenta de la cruel verdad: pese a ello, para ellos no soy más que otro adulto. Hace un par de semanas tuve la oportunidad de jugar XBox con un sobrinito de Bibi. Era la primera vez que yo jugaba con ese tipo de consola, y el esquema de controles es completamente distinto al del Play. La tercera vez que cometí un error que en lugar de acelerar mi auto trajo una ventana de opciones del juego, el muchachito insolente me atacó el orgullo mascullando por lo bajo Déjelo quietito, ¿sí? con ese tono condescendiente que yo utilizo con la gente que no sabe conectarse a Internet, causándole graves, si bien temporales, daños a mi autoimagen. Temporales porque, enfurecido con el pequeño insolente, aproveché las habilidades obtenidas con más de sesenta horas de Gran Turismo 4, y al final de las tres vueltas de la carrera resulté ganador)

La adicción fue, como siempre, avanzando progresivamente. Y era costosa, quizá más que otras adicciones más comunes a las que yo podría haber tenido acceso. Cuando me compré mi primer computador, el único software legal que poseía eran los juegos que había venido comprando, previendo el momento en que tendría un equipo donde jugarlos. (Mientras tanto los cargaba en los del trabajo, tampoco soy tan previsivo). De hecho, podría decirse que los juegos fueron la primera razón de la compra de mi primer computador. Y del segundo, y del tercero, porque a decir verdad los únicos programas que ya no corrían en el modelo viejo eran los juegos.

Para entonces, digamos 2000, los juegos eran los programas más sofisticados que podía uno ejecutar en su computador personal. No sólo los simuladores, o los shoot’em ups, sino los juegos de aventura (los equivalentes al arcaico Bard’s Tale) eran capaces de doblegar computadores de tan sólo ocho meses de edad. Para no mencionar los juegos de estrategia (Civilization, Myth o su encarnación más mainstream, Age of Empires), que cuando uno alcanza más de cincuenta soldaditos en pantalla empiezan a moverse en cámara lenta. Y así fue como, ante la disyuntiva de reemplazar una vez más el computador porque los nuevos juegos ya ni siquiera se dignaban dejarse instalar, alcancé el Nirvana.

Por alguna extraña razón, la idea de comprarme una consola de juegos no se me había ocurrido antes. Posiblemente fue para mejor, ya que si hubiera conseguido una cuando soltero, seguramente, sin una fuerza reguladora que canalizara mi energía a otras actividades, habría permanecido soltero, al menos hasta morir de inanición un par de meses más tarde. Hasta ese momento mis impulsos de juego habían sido, quizá no exactamente razonables, pero al menos no inverosímiles. Es verdad que tenía un super joystick para mi Mac (jugar oprimiendo teclas le quita realismo al Doom más sanguinario), y una docena de juegos, pero cuando finalmente compré el Play… ahí comencé realmente a equiparme.

Antes de volverme pirata, alcancé a gastarme mil quinientos dólares entre juegos y accesorios. (Para mi esposa, quien sólo conoce una versión censurada de mi gasto playstationístico, seguramente será una sorpresa esta cifra) Mi obsesión llegó al extremo de comprar juegos originales de carreras de autos o fútbol, no porque me gusten (que no lo hacen), sino porque sé que son los que prefiere la mayoría. Y, si contara el precio de lista de los juegos que he comprado después de ponerle chip al Play, esta cifra subiría, probablemente, a tres mil. (¿Ves mi amor? ¡Estoy es ahorrando!)

A decir verdad la adicción fue peor los primeros días, cuando andaba calmando fiebre. (Como siempre. ¿Acaso los recién casados, o recién arrejuntados, no pierden varios kilos de peso durante esos primeros meses de convivencia?). Y durante esa primera fase exhibía los principales signos que revelan la adicción. Y, sobre todo, durante esa época envidié intensamente el trabajo de mi jíbaro. No vender juegos y accesorios, que al fin y al cabo es similar a vender enciclopedias puerta a puerta[2], sino aconsejar a su clientela sobre los mejores juegos, accesorios, trucos, etc. Y, como los jugadores que compran ese tipo de juegos generalmente también tienen predilección por el Anime, o superhéroes, o monstruos, tener la tienda completamente surtida de afiches, figuras de acción, películas, cómics y toda clase de adornos con temática fantástica.

O sea, que el man gana plata por jugar diversos juegos al menos cuatro horas diarias, y por tener su sitio de trabajo adornada como un adolescente inmaduro. Por ejemplo, para decorar su tienda, el hombre se compró una estatua tamaño natural de Jar Jar Binks. Y ese extravagante gasto fue deducible de impuestos, aunque con certeza lo habría hecho si hubiera tenido los medios y un empleo común y corriente. Por menos que eso, yo me encontraría divorciado y en la calle.

Y el negocio no parece ir mal, porque no sólo ha ampliado un par de veces el local, sino que tiene un par de esclavitos de tiempo completo, esos sí salidos de una película gringa. (True Romance sin las balas, o Lost Boys sin los vampiros) Podríamos decirles vagos, pero esa palabra no tiene la sonora significación de su equivalente sajón: slackers.

Irónicamente, fue uno de esos slackers, de hecho el más locho, quien probablemente me salvó de lo peor de la adicción. Algún día yo llegué con alguna solicitud complicada, si mal no estoy llenar mi disco duro con unos veinte juegos nuevos. Veinte juegos nuevos habrían significado, en ese momento histórico, seguramente menos dos hijos (y, reitero, una esposa).

Pese a las muchas similitudes que yo encuentro con los adolescentes y niños que constituyen la clientela habitual de esos sitios, debo darle la razón a mi esposa cuando señala que en realidad las diferencias son mayores. Pese a que la mayor parte esperaría que fuera en cuanto a madurez, intereses o cultura, en realidad creo que la mayor está sobre todo en la cultura de cliente. Los niños, y aún los adolescentes, habituados a que sea papá el que paga, y negocia, absolutamente todos los productos que consumen, por un lado, y comprando usualmente en almacenes atendidos por slackers, realmente no tienen una alta expectativa en temas de servicio al cliente. Uno, en cambio, sí, y por eso cuando el dependiente sencillamente se rehusó cargar veinte juegos en un disco duro (en retrospectiva, su posición era hasta razonable: eso le habría tomado buena parte de dos días, y el ingreso era igual al de vender seis juegos, cosa que se hace en una hora), yo me fui, fúrico, y jamás regresé a ese almacén.

Aunque no sería demasiado difícil conseguirme un nuevo jíbaro, las tiendas que venden copias de juego pululan por todos lados, aproveché esa circunstancia para no obtener nuevos juegos, lo que en cierto modo limita mi adicción. Al fin y al cabo, los juegos que ya tengo han sido terminados (en modo fácil) en su mayoría, así su atracción es marginalmente menor.

Sin embargo, no debe perderse de vista que hasta el momento esta, como el onanismo, ha sido una adicción solitaria, aunque no secreta, para mí. Así que he podido apoyarme en mi familia para evadir lo peor. Mi esposa, por ejemplo, consigue alejarme del PS2 con diversas técnicas, todas escalofriantemente exitosas: puede hacerse la consentida, ponerse brava, ignorarme o sencillamente organizar un plan más interesante. (Hay varios de esos a los que podemos dedicarnos en la santidad de nuestro hogar) Y mis hijos, aunque no concientemente, cuyas crecientes demandas de tiempo tienen una prioridad alta, y cuya mera existencia hace que uno desee ser un modelo adecuado (alguien que, por ejemplo, entre semana no se ponga a jugar Playstation sino que haga algo útil), han reducido el tiempo disponible para el Play.

Hasta ahora, el PS2 ha resultado un estímulo más o menos neutro para mis hijos. Les llama la atención, pero al final del día no se trata sino de una actividad que los mantiene quietos y aproximadamente juiciosos un rato, así que tanto daría invitarlos a misa. Pero, ¿qué pasará cuando lleguen a la edad en la que las demandas de tiempo sean para jugar Playstation?... ¿Cuándo deseen echar un partidito de fútbol intergaláctico, o deseen tener un combate con espadas, o buscar un tesoro perdido en la Atlántida? Creo que nadie, honestamente, puede esperar que me mantenga abstemio. Ese momento marcará, pues, un hito para el que Bibi necesita estar preparada, el momento en que la batalla por mi alma entre el Playstation sea mucho más encarnizada, en que el riesgo de quedarme convertido en un vegetal para siempre, simplemente cambiando juegos y, de vez en cuando, yendo al baño, será no solamente real, sino que estará inquietantemente cerca.

Difícilmente puedo esperar a que llegue ese momento.


[1] Así lo llamamos los iniciados, “Play” o “PS2” (¡Ay de mí! ¡Aún no tengo un PS3!)

[2] Bueno, al menos si las enciclopedias son de sexo, y uno puede sentarse a leer la mercancía durante horas si está difícil la venta